domingo, 26 de abril de 2020

EL SEPTIMO DIA DE LA SEMANA por Olga Carrera


EL SEPTIMO DIA DE LA SEMANA 

Por Olga Carrera

El séptimo día de la semana era para descansar y para alabar a Dios. Cumplíamos religiosamente con el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia: “Escucharás misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”.  La misa era larga y aburrida. Por un lado, no se entendía nada porque todas las oraciones eran en latín.  Y, por otro lado, el cura ni siquiera nos miraba, sino que se colocaba de espaldas a los fieles, de cara al altar, separado físicamente de la congregación por una larga baranda de mármol que servía también como reclinatorio a la hora de la comunión.

Por suerte, nuestras misas privadas eran mucho más divertidas que las de la Iglesia de San Antonio María Claret. Mis hermanos y yo nos reuníamos  en el patio de la casa y jugábamos a ir a misa. Eduardo, mi hermano mayor, se paraba de espaldas al resto de nosotras, las hermanas, dando cara a la pared. Abría sus brazos solemnemente, como un mismo Cristo crucificado y decía cantadito: 
- “Dominuuum bobiiiiiscuuuum”.
 Y nosotras contestábamos a coro:
- “E con epiritu tuuuuuuo”

Nuestra asamblea estaba compuesta por un grupo selecto de feligreses que se sentaba en un banco de bloques, ubicado entre los matorrales.  Siempre nos sentábamos en el mismo orden: Primero Alejandrina, mi hermana mayor.  A su lado, calladito se sentaba Argenis, su muñeco preferido.  Después Gloria, con su muñeco Gerardo, y luego yo con Rolando…  En el banco de bloques, solamente cabíamos nosotros seis.  La mitad de los asistentes éramos de carne y hueso, y la otra mitad era de goma, con ojitos de vidrio azul.

Un día nuestro hermano nos dio la sorpresa de que había decidido ser sacerdote de verdad.  ¡Yo no podía creerlo!.. El era un niño como nosotras y ya sabía exactamente qué quería hacer con su vida.  ¡Yo ni siquiera sabía que quería hacer la semana siguiente!. 

Me sentí orgullosa de mi hermano, pero en ese momento no me percaté de las implicaciones de su madura decisión.  Al poco tiempo, lo separaron de nosotras y se lo llevaron a vivir a un palacio enmurallado, en el centro de la Ciudad capital. Nos quedamos solas mis hermanas y yo, en compañía de nuestros muñecos y con la ilusión de ir a visitar a Eduardo al seminario. El séptimo día tomó un nuevo significado en nuestras vidas. Seguíamos cumpliendo con nuestras responsabilidades religiosas, pero el domingo era ahora el día en que visitábamos a nuestro hermano seminarista.

El Seminario Interdiocesano de Caracas no era precisamente un sitio atractivo. Estaba rodeado de  altos muros grises, que impedían formarse siquiera una vaga idea de cómo era el lugar en su interior. Con puntualidad alemana comenzaban a salir los seminaristas del edificio del internado. Encabezando la procesión, un cura no muy alto con un característico peladito en la coronilla de su cabeza.  Los jóvenes salían en absoluto silencio e iban mezclándose entre los familiares hasta encontrar a su grupo. Cuando mami finalmente divisaba a Eduardo, se le aguaban los ojos de la emoción. Una semana completa sin ver a su niño. A mí también me alegraba mucho volver a verlo y poder constatar con mis propios ojos de que estaba bien. Yo tenía mis dudas de que alguien pudiera ser feliz en ese ambiente tan sobrio y tan austero. Nos sentábamos todos a escuchar el rosario de preguntas que papi y mami tenían para Eduardo.  Y en el medio de la conversación, yo perdía interés en el tema y mis pensamientos deambulaban libres, por los espaciosos corredores del seminario. 

Aunque ya no vivíamos bajo el mismo techo, nuestras vidas seguían su curso en paralelo.  Al igual que nosotras, Eduardo estudiaba por el currículo oficial del Ministerio de Educación, tomando los mismos cursos que los niños que íbamos a colegios regulares. Hacía tareas, al igual que nosotras. Hacía deportes, al igual que nosotras.  Para el día de las madres, nosotras confeccionábamos mantelitos de piqué bordados en punto cruz.  Eduardo preparaba ramilletes espirituales.

Cuando Eduardo venía de visita a la casa, lo mirábamos con respeto y curiosidad.  En lugar de contagiarlo con nuestro desorden y con nuestras ocurrencias, su presencia nos volvía más silenciosos que de costumbre y nos cuidábamos de adoptar mejores modales.  Todos estábamos creciendo y cambiando. Nadie podía evitar que esa larga separación afectara nuestra relación de hermanos.  El mismo Joselito, de unos cuatro años de edad, comenzaba a mostrar características de una personita madura, independiente e inteligente.  Al igual que su hermano mayor, Joselito parecía tener muy claro en su mente lo que quería ser cuando fuera mayor. 
- “Yo también voy a ser padre”- afirmaba nuestro hermanito menor- Pero de familia!” – aclaraba con picardía, esbozando una tierna sonrisa.

Todos habíamos aceptado el hecho de que era la voluntad de Dios tener un sacerdote en la familia. Pasaron cuatro largos años y la rutina nunca cambió.  El séptimo día de la semana era para alabar a Dios y para visitar a Eduardo.

Un día recibimos la insólita noticia de que nuestro hermano se regresaba a vivir con nosotros.  Fue una mezcla de sorpresa, con alegría e incredulidad.  Nuestros padres respetaron su decisión pero sus rostros reflejaban un cierto aire de tristeza y de decepción. Para ellos era un gran orgullo el que uno de sus hijos hubiese recibido el llamado de Dios.  Y si es por mí, ¿qué puedo decir? yo no podía disimular la alegría que brotaba de mi corazón…Cierto que habíamos perdido la oportunidad de compartir juntos las experiencias de la niñez, pero  todavía teníamos nuestra adolescencia por delante!  Tener un hermano mayor en la casa abría las puertas a nuevas y emocionantes aventuras.  Estos niños, separados a raíz de una decisión madura de un chico de 12 años, habían vuelto a convivir como hermanos a raíz de otra madura y difícil decisión de un chico de 16. Y mi premonición de niña fue cierta: compartimos, convivimos, nos quisimos, nos peleamos y fuimos de nuevo hermanos  “normales”. 

Con el pasar de los años, el séptimo día de la semana sufrió profundos cambios. Se acabaron los paseos en familia al Parque. Se acabaron las visitas al seminario. Se acabaron los ramilletes espirituales y los mantelitos bordados a mano.   Sin embargo, otras cosas permanecieron intactas: El séptimo día continuó siendo un día para descansar y para alabar a Dios.

sábado, 25 de abril de 2020

LOS MENSAJES DE JULIETA por Olga Carrera


LOS MENSAJES DE JULIETA 

Por Olga Carrera

Hoy conseguí otro mensaje de Julieta.  Hacía meses que no encontraba un mensaje suyo.  Éste último fue doblado cuidadosamente y colocado dentro de un viejo álbum de fotos.  Aunque quisiera darme a la tarea de encontrarlos todos, podría pasar el resto de mi vida buscando y no necesariamente hallando.  Ninguno ha sido dejado a la vista.  Todos fueron escondidos en sitios estratégicos, con la intención de ser descubiertos, por casualidad, en un tiempo futuro.

Así siempre fue Julieta: vivaracha, traviesa y juguetona… y, después de cinco años de su partida,  sigue jugando conmigo y con mis sentimientos… sigue alimentando en mí la ilusa esperanza de que algún día regresará.

Desdoblé la hoja con cuidado y me deleité con su contenido.  Ocupando la mayor parte del papel había un corazón gigantesco, dibujado con torpes trazos infantiles, en lápiz de cera color rojo.  Dentro del corazón,  en su inconfundible letra de molde, leí  una simple palabra: “MAMI”.  Su dulce mensaje despertó de nuevo en mí  la congoja, ya  adormecida por el pasar del tiempo,  y mis ojos respondieron de inmediato con un par de lágrimas de resignación. En el borde inferior de la hoja, su firma, la huella inconfundible de sus primeros mensajes: La diminuta palma de su manita, en acuarela azul…

Coloqué la palma de mi mano sobre su huella, en un intento furtivo de conectarme con ella.  Su mano completa, quedó cubierta con la palma de la mía.  Había olvidado lo pequeña que era cuando comenzó a dejar mensajes.  Apreté la hoja contra mi pecho, luego la besé.  Finalmente la coloqué  en la misma caja donde he guardado celosamente todos los mensajes de Julieta.

Todo comenzó con un juego…

En una oportunidad, sin ningún motivo especial, escondí chocolates por todos los rincones casa.  La reté a conseguirlos.  No había prisa. Podría encontrar un chocolate por día, o cada dos días, o uno por semana.  Cualquier momento era bueno para degustar un pedacito de chocolate.  A Julieta le encantó el juego.  Recuerdo la ilusión con que buscaba los chocolates y la alegría reflejada en su sonrisa, cada vez que encontraba uno.

Un día se propuso retribuirme el gesto.  Después de mucho pensar decidió que también ella podía esconder pequeños tesoros para mí.  Fue entonces cuando se dedicó a preparar notitas y dibujitos, los cuales escondió cuidadosamente para que yo los encontrara.  No había prisa. Podía encontrar un mensaje por día, o uno por semana… o uno cinco años más tarde.

- No puedes comértelos, porque no son de chocolate -me dijo- Cada vez que encuentres uno,  tienes que guardarlo en esta caja de zapatos.

Estuve de acuerdo y comenzó el juego.

Los primeros mensajes me llenaron de ternura.  Julieta con las justas atinaba a colorear.  Me dibujó lo que parecía ser figuras humanas, mariposas, flores, conejos y árboles. Como no sabía escribir, embadurnaba su mano en acuarela azul y la estampaba  en la base del papel.  Encontré sus mensajes en los cajones de la cocina, en mi mesa de noche, en las plantas de la terraza, dentro de la refrigeradora  y hasta mezclados con mi ropa interior.  Era nuestro pequeño juego. 

Más adelante, cuando comenzó a escribir sus primeras palabras,  me dio el regalo de su nombre: JULIETA.  Desde entonces cambió su firma.

De allí en adelante avanzó sorprendentemente en la escritura: “De Julieta, para mi mami” “Te quiero mucho mami” “Una mariposa para mi mami”

Mi regocijo era indescriptible. No solamente disfrutábamos, sino que el juego servía de práctica para que ella aprendiera a leer y escribir.  Quería saber el significado de todas las palabras que veía, para luego usarlas en los mensajes que me escribía.  No sé cuantos mensajes dejó, ni donde los escondió.  Yo pienso que ella misma perdió la cuenta.

Desde que se enfermó,  el contenido de sus mensajes cambió radicalmente.  Ella sabía lo doloroso que era para mí verla padecer.  Se sentía responsable por mi angustia y mi decaimiento. En lugar de esperar que yo la consolara, ella quería alentarme con sus palabras.

-“Voy a estar bien, mami.  No sufras por mí”- escribió un día.  Esta nota la encontré dentro de mi cartera.  Evidentemente, quiso asegurarse de que la leyera. Y tenía razón.  Yo sé que ahora está bien. Ya no sufro por ella;  Sin embargo, la extraño mucho.

La leucemia se la llevó rápidamente. Su vida fue como un breve suspiro.  Inhalé, llené mis pulmones de su maravilloso oxigeno y, cuando exhalé,  ya ella se había ido.

Julieta nunca le puso fecha a sus mensajes.  Sé, por el contenido y por su destreza en la escritura, cuales son los más recientes. El que encontré hoy debe ser de los primeros que escribió, cuando todavía gozaba de salud.  Lo deduzco por su firma… la palma de su manita en acuarela azul.

Por las mañanas, cuando los astros del firmamento hacen su ceremonioso cambio de guardia para que comience un nuevo día, yo me dispongo con ilusión a continuar jugando con mi dulce niña. 
Cada día espero ansiosa poder encontrar un nuevo mensaje de Julieta.

viernes, 24 de abril de 2020

EL ORFANATO por Olga Carrera


EL ORFANATO  
Por Olga Carrera

Betsy tenía hambre.  Había probado su último bocado la noche anterior, cuando su tía recalentó los pocos frijoles que quedaban en la cacerola.  Su vida era triste y desesperanzada. Su vivienda constaba de unas cuantas latas endebles que servían de techo, sostenidas por enclenques paredes de bahareque…una más de tantas casuchas que conformaban el cinturón de pobreza alrededor de la ciudad capital. Desde lo alto del cerro se divisaban multitud de señoriales edificios que se erguían con majestuosidad a lo largo y ancho de la inmensa ciudad.

Los vestidos de Betsy se reducían a trapos sucios y por calzado cubría sus pies con barro reseco que se había ido acumulando sobre su piel.  Con el caer de la tarde, el cielo y la ciudad se iluminaban con múltiples luceros centelleantes. Betsy dibujaba rayitas en la tierra con un palito de madera y se preguntaba cómo sería la vida en ese valle que parecía estar lleno de luciérnagas titilantes.

2

- Betsy – dijo solemnemente doña Rosalía– hoy te voy a llevar a una escuela especial.

Criar a cuatro hijos propios era suficiente reto para Rosalía.  La carga de Betsy agravaba la escasez que reinaba en su mísero hogar. Su hermana Josefina le había dejado a los niños para poder trabajar por las noches en un bar al sur de la ciudad. Regresaba de madrugada cansada y aterrada de todos los peligros que la acechaban. Ya hacía ocho meses que Josefina no regresaba al barrio. Rosalía no sabía si su hermana estaba viva o muerta.  La trabajadora social, quien a veces visitaba la barriada, ofrecía una buena salida para sus crecientes problemas. La gente de Protección al Menor seguramente podrían ofrecerle a su sobrina comida y ropa.  Disimulando su dolor, la puso en manos del Estado con la simple explicación de que su madre la había abandonado.

El orfanato funcionaba en una casa antigua, estilo colonial.  No era un sitio lujoso. Betsy estaba maravillada por la amplitud del lugar y de principio no objetó que la hubiesen traído a la “escuela especial”.  Sin embargo, a causa de la ansiedad, tensaba todos los músculos de su cuerpo, incluyendo los de su carita que parecían esbozar una sonrisa congelada.

A Betsy le tocó una habitación grande que compartía con otras ocho niñas. 
Los domingos visitaban el albergue parejas interesadas en adoptar y los niños eran traídos al gran salón del piso principal. A sus siete años de edad, Betsy tenía probabilidades remotas de ser escogida. Observaba con atención a las señoras que visitaban el orfanato y se preguntaba si alguna de ellas querría ser su mamá. Nunca formuló la pregunta.

Un domingo Betsy puso sus ojos en una señora de semblante amable.  Esta señora, al igual que tantas otras, pasó de largo frente a ella, sin prestarle mucha atención. Pasaron las dos horas de la visita y Betsy no perdió detalle de cada gesto y cada movimiento de la señora. Apenas a unos minutos para terminar la visita, Betsy sacó del bolsillo de su pantalón un papelito arrugado que había llevado consigo desde que comenzó a escribir sus primeras frases. Había esperado el momento oportuno y sintió que éste había llegado.  Se acercó a la señora y con una sonrisa pícara le entregó el papelito.

Mariela recibió el papelito y lo desdobló con intriga.
¿Quieres ser mi mamá?  -Leyó Mariela con una mezcla de sorpresa y compasión.
Sonó la campana y los visitantes dejaron el salón.

De regreso a su casa, Juan seguía tratando de averiguar qué había desconsolado tanto a su esposa y por qué no dejaba de sollozar.
- Habrá otros sitios que todavía no hemos visitado- le decía para animarla

- No quiero ir a ningún otro sitio – afirmó Mariela-  El próximo domingo quiero regresar al mismo orfanato- y procedió a contarle los detalles de su encuentro con la niña.

El domingo siguiente, Betsy  no pudo disimular su júbilo cuando divisó a Mariela entre el grupo de visitantes.  Esta vez la señora  con semblante amable vino directamente hacia ella, le dio un beso en la frente y le devolvió el papelito, el cual colocó cuidadosamente en la palma de su manita al tiempo que la cerraba delicadamente con sus dos manos.

De allí en adelante Betsy, Mariela y Juan, comenzaron a verse  con regularidad. Las visitas domingueras pasaron a ser lo más importante de su semana.  Se entretenían con juegos de mesa o salían al patio a jugar pelota.  La niña y dos adultos, ahora formaban un trio que se estrechaba cada vez más.

La adopción de Betsy se dio casi como un desenlace natural.  Después de varios meses de visitas en el orfanato les fue permitida la colocación familiar.   El proceso legal vendría después.

La familia extendida recibió a la niña con los brazos abiertos.  Habían visto a Mariela y a Juan pasar por los mejores años de su vida reproductiva sin poder engendrar y se alegraban de verlos tan ilusionados al lado de su hija. Al principio, algunos tuvieron sus reservas, pero con el correr del tiempo entendieron que el cariño que se estaba desarrollando entre ellos era profundo y genuino.

Un año más tarde, desde el balcón del apartamento, donde Betsy hacía tareas con una compañerita de escuela, se divisaban las luces provenientes de las casuchas del cerro. Cual luciérnagas titilantes, se extendía en una franja iluminada en la oscuridad de la noche.

Sólo por un instante de distrajo con la idea de su vida pasada. Volvió su atención sus deberes. Dio una siguiente mirada al cerro y su mente voló a su vida anterior.
¿Qué habrá sido de mi tía, de mis primos?  Y los muchachos malos, ¿todavía cobrarán peaje para subir al cerro de noche?

Mariela nunca se esperó semejante petición.
- Mami ¿podrías llevarme a la escuela especial?
- ¿Por qué quieres ir allá?
- Quiero saber si todos los otros niños consiguieron un papá y una mamá tan bellos como los míos.

A partir de ese día, Mariela y Juan se propusieron llevar a Betsi al orfelinato, donde comprendieron que su hija tenía estrechas raíces

jueves, 23 de abril de 2020

SUS OJOS por Olga Carrera


SUS OJOS 


Por Olga Carrera

- Enrique  -Me dijo la profesora Gertrudis- por favor, acerca tu pupitre al de Sonia.

Escuché claramente las risitas burlonas provenientes del fondo del salón. Llevé mi mano a la nuca, pretendiendo rascarme la cabeza y les hice una señal con el dedo del medio a mis compañeros de clases.  Las risitas se acentuaron.

Luego obedecí sin titubear… y sin entender. Rodé ruidosamente mi pupitre y lo coloqué al lado del de Sonia, la alumna nueva.

Ahora que la tenía cerca, la detallé con curiosidad.  Parecía bastante mayor que el resto de nosotros.  El promedio de los estudiantes de cuarto año de secundaria, teníamos 16 años.  Sonia con seguridad pasaba de 20.  Recuerdo claramente que no era  una mujer atractiva… Para colmo, usaba ridículos anteojos oscuros, pasados de moda, que no la favorecían en lo más mínimo. Su figura era corpulenta y caminaba con dificultad. Había notado que apoyaba completamente un pie en el piso, antes de levantar el otro.  Cuando mis amigos y yo la vimos por primera vez, no tardamos mucho en conseguir un apodo para ella: “robot”.  Y ahora, para mi vergüenza, la profe me pedía que trabajara en equipo con esta muchacha.

La profesora Gertrudis puso orden y comenzó la clase.  Yo me apuré a sacar mi cuaderno de apuntes y mi lápiz.  Para mi sorpresa,  en lugar de un cuaderno, Sonia colocó sobre su pupitre una tablilla rectangular y colocó encima de ésta una hoja papel.  En lugar de un lápiz, sacó de su bolso un punzón, con perilla de madera, y comenzó a hacer múltiples huequitos en el papel, a una velocidad asombrosa.  Observé intrigado como lo perforaba de derecha a izquierda.

Después de una larga explicación sobre la geografía de nuestra región, la  profesora comenzó a escribir en la pizarra. Y en ese instante Sonia paró en seco su trabajo... Aparentemente, aquí comenzaba mi función de ayudante.

-¿Qué está escribiendo la profesora?- me preguntó al oído.

Sin disimular mi desconcierto, comencé a dictarle lo que veía en la pizarra, con lo que Sonia reanudó animadamente su faena con el punzón. De a rato en rato, volteaba la hoja y paseaba suavemente la yema de su dedo índice sobre el dorso del papel. Así “leía” lo que acababa de “escribir”. Yo estaba totalmente embelesado con cada uno de sus ágiles movimientos.

A la hora del receso, me reuní de nuevo con mis amigos, quienes no perdieron tiempo en encontrarle el chiste a mi situación.

-Entonces, Enrique… ¿Cuándo vas a presentarnos a tu novia?
-¡Qué suerte la tuya, hombre!… ¡Qué envidia!

Se rieron de mí y yo reí con ellos…
Confieso que en aquel momento me pareció todo muy divertido; pero hoy sé que en el fondo me molestaban sus burlas.  Aunque acababa de conocer a Sonia, despertó en mí una admiración instantánea hacia ella.

La siguiente clase, pasado el receso, era dictada por un profesor diferente. Nuestros pupitres permanecían unidos. Por un momento, tuve la tentación de colocarlos en su lugar, para poder así zafarme de mi nueva obligación.  Pero no tuve valor… y también durante esta clase me encargué de dictarle a Sonia todo lo que el profesor escribía en la pizarra.

Con el pasar de los días mi función se fue haciendo oficial. Tanto los profesores como alumnos esperaban que fuera yo quien ayudara a Sonia en todas las clases. 

Durante conversaciones informales con mi nueva amiga, me enteré que era legalmente ciega.  Había cursado sus estudios primarios en una escuela especial para ciegos, donde aprendió a leer y escribir con el sistema de escritura Braille.  Sin embargo, una vez terminada la primaria, no pudo continuar sus estudios, ya que en nuestra ciudad no existían escuelas secundarias para ciegos.  Después de varios de años de tutoría privada, sus padres habían decidido inscribirla en un colegio regular. Sabían que este cambio representaría un gran reto para ella, pero conocían la tenacidad. Su secreto era la perseverancia unida al apoyo incondicional de su familia.  Un día me contó que todas las tardes, después de clases, su hermano le leía las lecciones,  ella las grababa y luego las escuchaba cuantas veces fuese necesario.

Nuestro acercamiento, inicialmente forzado, pronto se convirtió en una amistad genuina.

Pasaron varias semanas antes de que me sintiera suficientemente cómodo para preguntarle lo que más me intrigaba de ella:  el motivo de su ceguera.

- Es congénita- contestó - Por uno de mis ojos no veo nada, porque es artificial.  Por el otro solamente veo sombras. Sé que eres alto y que tienes el pelo oscuro. Puedo ver tu silueta, pero no puedo verte en detalle.  Tengo que caminar con cuidado porque no distingo lo que me rodea.

Entonces se quitó los lentes oscuros y me dejó ver sus ojos. Observé que, en efecto, uno de ellos no tenía vida. Era de vidrio. El otro era natural, pero tenía un iris pequeño, apenas más grande que su pupila, el cual se movía sin cesar, en un constante temblor.

- Imposible poder enfocar con un ojo tan inquieto- pensé

Reflexioné sobre mi propia fortuna. Siempre entendí que nuestros ojos son el foco del aprendizaje. Con ellos observamos, leemos, miramos.  También reflejan nuestras emociones.  A través de ellos transmitimos amor, ira, tristeza, temor. Nuestros ojos son, simple y llanamente, el espejo del alma.  

La realidad de Sonia era totalmente diferente a la mía.  A falta de poder ver y observar, sus ojos la abandonaban a las sombras. Era su cerebro creativo el que le permitía crear un mundo interior imaginario...  Y, en lugar de reflejar emociones, sus ojos eran distantes, fríos e inexpresivos.

Recuerdo que para mí fue sumamente fácil mirar a través de ese ojo imperfecto y descubrir el alma de un ser humano maravilloso, sencillo, ocurrente y tremendamente inteligente. Para vergüenza del resto de nosotros, Sonia terminó la secundaria arrasando con todos los honores académicos.  Su plan era continuar estudios superiores en pedagogía. Su sueño era ambicioso. No tenía idea  -consideradas sus limitaciones- cuántos años le tomaría alcanzar esta meta. Sólo sabía que algún día lo lograría.  Su objetivo final sería ofrecer igualdad de oportunidades a otros jóvenes, abandonados también a las tinieblas.

Después de la graduación le perdí la pista. 

Una mañana, muchos años más tarde, noté en el periódico una noticia que acaparó mi atención.  Se trataba de la inauguración de un colegio para ciegos en mi ciudad natal.  En ese instante evoqué a Sonia, mi soñadora amiga, y pensé que quizás ella tenía algo que ver con ese fabuloso proyecto…  ¡Estaba en lo cierto!  En la primera plana del periódico, estaba impresa la foto de mi antigua compañera de colegio, ahora esbelta y elegante, dando declaraciones. Leí con regocijo que este colegio beneficiaría a un sinnúmero de estudiantes dispuestos a seguir el ejemplo de Sonia.  De ella aprenderían que no hay obstáculos, sino retos; que no existen problemas sino oportunidades. Su proeza me llenó de infinito orgullo.

Cerré el periódico y me remonté nostálgicamente mi adolescencia. Recordé las horas que le dediqué a mi compañera, ayudándola durante las clases… leyéndole del pizarrón.  Una gran satisfacción envolvió mi alma.  ¡Sonia había logrado su sueño!... y yo la había asistido con mi humilde granito de arena…

miércoles, 22 de abril de 2020

LO QUE EL RIO SE LLEVÓ por Olga Carrera


LO QUE EL RIO SE LLEVÓ 
Por Olga Carrera


La primavera entró con fuertes lluvias.  La nieve derretida agregaba volúmen al hasta hace poco era un tímido riachuelo; hoy un río adulto, contaba con suficiente caudal para arrastrar con fuerza lo que encontrara a su paso.  A lo alto del puente, la joven universitaria posó su mochila de libros a un costado y distrajo su mirada apagada en la turbulencia del agua.  Con movimientos lentos pasó una pierna sobre la baranda, y luego la otra. 

El exámen de cálculo había comenzado.  Teresa no podía concentrarse. Su mente era una ensalada de cifras con ansiedad.  Su amiga Carla no estaba en el aula.  Debe de haberle pasado algo.  Ella nunca faltaría a un examen parcial, especialmente después de haber pasado tantas noches en vela resolviendo problemas y preparándose diligentemente para este día.

Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la abandonada mochila.  Su interior una reseña de intenciones interrumpidas:  Un libro de cálculo de primer año, la calculadora Casio FX 991, lápiz y papel.  La joven estudiante sintió la fría lluvia sobre su cara.  Su ropa mojada se ciñó a su cuerpo.

Finalizado el examen, Teresa se dirigió directamenete al edificio de dormitorios de la universidad, su pensamiento fijo en Carla. La imagen de su amiga comenzaba a convertirse en obsesión.  La había notado ausente estos últimos días. La falta de sueño sin duda era el motivo de esa mirada perdida que la caracterizaba recientemente.  No era para menos.  La presión de los exámenes era intensa.   Pero, ¿A dónde se había metido, justamente hoy?.

Teresa sabía todo sobre Carla, o por lo menos eso creía. En los pocos meses que tenía conociéndola, desde que comenzaron su primer semestre, había observado su pasión por los estudios y su necesidad por la excelencia y por la perfección.  Sabía que se había graduado con honores de la secundaria y que estudiaba afanosamente por obtener las más altas calificaciones.  Sabía lo exigente que era consigo misma y las altas expectativas que tenían sus padres.  Ignoraba, sin embargo, que Cálculo se había convertido en un reto insostenible, en un rotundo fracaso.  

Teresa pasó la noche en vela con la esperanza de ver aparecer a Carla dejando caer su pesada mochila sobre el escritorio.  Pero Carla no regresó esa noche.  Ni hizo acto de presencia al día siguiente. 

La lluvia había cesado.  La empapada mochila de libros aún yacía sobre el puente.  No había señales de la estudiante.  Diez kilómetros río abajo, su cuerpo sin vida era arrastrado por la corriente cual muñeca de trapo.

La atractiva y juvenil sonrisa de Carla Acevedo cubrió carteleras, postes y paredes de la Universidad Urbana. El sombrío letrero de DESAPARECIDA, contrastaba con la jovial expresión de su hermoso rostro.  Al otro extremo del país, sus acongojados padres  se preguntan el por qué de esta huída inesperada.  Hacía sólo dos semanas, Carla había pasado un fin de semana en su ciudad natal y había contagiado su entusiasmo a la familia entera.  Carla era el orgullo de esos padres inmigrantes que veían realizar en su hija todos los sueños que les habían sido negados a ellos.

Cientos de estudiantes y residentes de la ciudad unieron sus esfuerzos con las autoridades locales para rastrear la zona.  La misma fotografía que empapelaba pasillos y murales a lo largo y ancho de la villa universitaria,  pasó a ocupar la primera plana de los diarios más prestigiosos del país y abría los noticieros estelares de las emisoras de televisión.

La investigación policíaca se llevaba a cabo con absoluto hermetismo.  Enrique, su novio, se había convertido en el principal sospechoso de su desaparición.  Tras numerosos y intensos interrogatorios, y aún sin que se le levantaraon cargos oficialmente, Enrique fue enjuiciado  y condenado  en las cortes de la opinión pública.   

A exactamente dos meses y tres días de su desaparición, el cuerpo descompuesto de la joven universitaria fue descubierto a las orillas del inclemente rio, en una población vecina.

Los que la amaron, los que la conocieron, y todos aquellos que fueron tocados por su dulce sonrisa, quedaron con el desconsuelo de no haber podido hacer nada para evitar este trágico desenlace.  Solamente ahora, cuando su muerte era oficial, las autoridades revelaron un expediente médico que hablaba a gritos de las frustraciones, temores, depresiones que martirizaban a Carla Acevedo durante los meses previos a su incomprensible decisión.

Nadie nunca sabrá sus verdaderos motivos.  Nadie jamás comprenderá como una joven hermosa, inteligente y con un futuro brillante prefirió la muerte sobre la vida…Muchos preferirán pensar que tal vez fue un accidente.
El turbulento río no solamente le arrancó la vida.  Con su cuerpo se llevó todos sus sueños, sus ilusiones, y sus más íntimos secretos.

martes, 21 de abril de 2020

TUVE HAMBRE Y ME DISTE DE COMER… por Olga Carrera


TUVE HAMBRE Y ME DISTE DE COMER…  

Por Olga Carrera


Aquel domingo, después de la misa,  Felicia se dedicó diligentemente a preparar el almuerzo para su familia: una gran olla de espaguetis y una suculenta salsa con carne.  Desde la ventana de la cocina, que daba directamente al enrejado jardín frontal, observó como tres niños, de entre cuatro y cinco años de edad, iban de casa en casa pidiendo limosna.  Nunca le gustó la idea de darle dinero a esos niños que invadían la urbanización los fines de semana, con sus caritas sucias, sus pies descalzos y  sus ropas harapientas. Estaba convencida de que el dinero no sería utilizado para llenar sus barriguitas vacías.

Ya su salsa con carne estaba reposando y ahora los tres chiquitos estaban justo frente a su puerta.  Pensó en darles comida, ya que había suficiente para todos, pero le pareció poco práctico.  No iba a ser fácil para ellos cargar con una lata de espaguetis con salsa.  Sabía que no eran de la zona y que la barriada más cercana estaba a por lo menos 20 minutos caminando.
Recordó el Evangelio de esa mañana:

Dijo Jesús: Porque tuve hambre y me diste de comer, estuve sediento y me diste de beber…

Por un momento le pasó por la cabeza la idea de hacer pasar a los chiquillos y servirles en la mesa.
Si hago eso- pensó- éste será el último fin de semana de tranquilidad en esta casa.  De aquí en adelante, vendrán directamente a mi puerta con todos sus familiares a pedir comida.  Tendremos comensales por años…

Lo que hagan  por uno de estos pequeños, por mí lo hacen...

-Qué cristiana tan egoísta soy.-Reflexionó, haciendo un reproche a sus propios pensamientos-   Me conmuevo en la iglesia escuchando el evangelio, pero soy incapaz de practicarlo.  Qué importa lo que pase el domingo entrante.  Hoy estos niños tienen hambre y yo voy a darles de comer.
No lo pensó más, salió al jardín y abrió la puerta de reja. Antes de formular pregunta alguna, los tenía a los tres pidiendo a coro. 

- Señora una limosnita. 
-¿Pan viejo tiene señora? 
-Por favor señora una ropita vieja…

Sus voces no parecían suplicantes.  Sonaba más bien como una cantaleta, como un guión aprendido y ensayado.  Seguramente habían repetido las mismas palabras en cada casa que habían visitado. 

- Tienen hambre?- les preguntó interrumpiendo la coral de ruegos.
Todos callaron al mismo tiempo y cruzaron miradas.
- Sí, dijo el mayor- tomando el papel de líder.
- Les gustan los espaguetis?- Indagó Felicia, a lo que todos asintieron con la cabeza.
- Pasen- les dijo-

Las puertas se abrieron ante ellos y después de titubear por unos segundos entraron en fila india.
Felicia les pidió que se lavaran las manos antes de comer.  Eso le daría tiempo para servir la mesa. 

Desde la cocina podía escuchar sus risitas nerviosas, mezcladas con el ruido del correr del agua.  Se acercó para ver cómo iba todo y pensó que era tarea casi imposible que esas manos quedaran limpias.  Por sus bracitos ahora chorreaba agua sucia, producto de la mezcla de agua, jabón y tierra. El lavamanos  necesitaba una seria limpieza.  Felicia les ayudó a asearse un poco mejor y a secarse las manos.
Se sentaron los tres a la mesa. Guardando absoluto silencio, se comunicaban  entre sí con miradas de picardía y reprimían la risa en sus gargantas.  Estaban viviendo una verdadera aventura.

Los platos colmados de espaguetis con carne acapararon totalmente su atención. Se concentraron en devorar la comida, sin etiqueta de ningún tipo… el objetivo era comer y saciar esas pancitas desacostumbradas a grandes cantidades de alimento.
Las servilletas no fueron tocadas.  Se limpiaban la boca con el antebrazo.

Al finalizar su comida, corrieron alborotados hacia la puerta de salida.  Tras su partida, Felicia pasó de nuevo el seguro a la reja principal observando como se alejaban, empujándose uno al otro y haciendo juegos de mano.  No volvieron sus cabezas para despedirse.  

Simplemente desaparecieron de su vista al doblar en la primera esquina.

Contrario a lo que Felicia  había pronosticado, los niños no regresaron el domingo siguiente…Ni tampoco el domingo de arriba… ni tampoco el de más arriba.

Nunca más los vio.

Es posible- elucubró Felicia- que mis espaguetis no hayan estado tan ricos y que por eso no hayan vuelto…. Pero también es posible que esos niños hayan representado al mismo Jesús y que hayan sido puestos en mi camino para poner a prueba de mi sentido de compromiso cristiano. Cualquiera fuera la respuesta, se alegró de haber tomado la decisión correcta.  

-Ellos tenían hambre y les di de comer…

lunes, 20 de abril de 2020

EL BORRACHO por Olga Carrera


EL BORRACHO  


Por Olga Carrera


-“Me llamo Juan y… ¡soy un borracho!”

Afirmé con osadía, proyectando mi voz hasta el fondo mismo del espacioso salón.  Fue una humillante admisión,  hecha delante de un grupo de hombres y mujeres que hasta hacía una semana eran perfectos desconocidos para mí.  Ese día confesé en público un doloroso secreto que me rasgaba el alma. Ese día doblegué mi orgullo ante otros y - más importante aún-  ante mí mismo.

-“Comencé a beber cuando tenía trece años – continué con mi explicación-  y  durante treinta años, he vivido jactándome de mi tolerancia por el alcohol. 

Al principio fue una travesura.  Cuando mi padre se reunía a jugar dominó con sus amigos, no faltaban tragos que acompañaran el juego.  Los veía divertirse y reírse a carcajadas.  En mi mente de niño, no cabía duda que la bebida los ponía contentos.  Cada vez que terminaba una partida de dominó, mi padre y sus amigos salían a la calle cantando y bromeando, dejando sobre la mesa numerosas botellas con residuos de licor. Yo me remataba lo que ellos dejaban y satisfacía así mi curiosidad.

Con el tiempo ya no me conformé con terminar bebidas comenzadas y empecé a robar botellas completas de la despensa de mi padre.  De adolescente, me sentía el más macho entre mis compañeros. Cada vez que me ufanaba con mis historias de bebedor, percibía  admiración en sus miradas.

De adulto, descubrí tristemente que la botella era mi mejor compañera.  Era la única que me consolaba en mis desdichas, la única que me ayudaba a olvidar.   Ya no era un bebedor social.  Mi gusto por la bebida había pasado de hábito a obsesión. Mis pocos ratos de sobriedad sólo servían para entrar en profundos estados depresivos que únicamente se aliviaban con… con más alcohol.

Mi trabajo como representante de ventas, en una empresa internacional, no ayudaba para nada mi situación. Contaba con la libertad de cargar comidas y bebidas a la cuenta de la compañía, sin limitaciones económicas. Con cada comida, un trago...

Siempre supe que estaba bebiendo en exceso, pero era más fácil culpar a alguien más: a mi mujer por su voz chillona, a mis hijos por sus peleas continuas,  o a mi jefe por no saber reconocer mis talentos. 

Mi vida no tenía rumbo…”

Hice una breve pausa.  Por un momento olvidé que un grupo silencioso de espectadores escuchaba mi relato con atención… sus miradas fijas en mi persona. Tomé un sorbo de agua, aclaré la voz y continué.

“Un día perdí mi empleo... Mi matrimonio estuvo al borde del fracaso.  Mi mujer tuvo que salir a trabajar y yo me quedaba en casa con los niños.  Nunca los atendí bien.  Me mantenía borracho. Vivía desconectado.  No sabía si comían, ni si hacían tareas… o si estaban en la casa o en la calle.  Mi mujer estaba al tanto… los niños le contaban… así que comenzó a esconder las botellas.  Ella nunca sospechó que yo tenía mi propia despensa.  Mis amigos se habían encargado de reabastecerme de botellas en un gesto de solidaridad,  cuando me despidieron del trabajo.

Las risotadas propias de mis borracheras eran de la boca para afuera…  Nadie imaginaba la profunda tristeza que me embargaba.  Mi familia nunca apreció las cosas buenas que hice… Yo sé que alguna cosas buenas sí hice. Ellos solamente eran capaces de ver mis defectos.  Me sentía solo, inclusive cuando estaba rodeado de gente. Todos me ignoraban y me despreciaban. Mi familia y mis amigos se acostumbraron a mi modo de vida y así lo aceptaron. 

Yo sabía que tenía que sobrevivir, y por eso me prometí mejorar.

Una mañana, me levanté temprano, me bañé, me afeité y salí de nuevo a buscar trabajo. Como las ventas habían sido mi fuerte, no tardé mucho en conseguir un concesionario de vehículos interesado en un vendedor.  Los dueños creyeron en mí y me dieron empleo. 

Juro que traté.  Hice todo lo posible por mantenerme sobrio.  Procuré concentrarme en mis nuevas responsabilidades.  El reto de un trabajo nuevo afinaba mis sentidos.  A duras penas me mantuve sobrio durante una semana.  Luego comencé a beber de nuevo.  Esta vez con más fuerzas.

Mi lucha se intensifica por las noches, cuando nadie me ve.  Amanezco deshidratado. Pero la deshidratación es una condición normal en mí.  Aunque trato de limitar los tragos,  no puedo abstenerme por completo de la bebida.

Descubrí este grupo a través de un compañero de trabajo. El observó mi increíble capacidad por ingerir alcohol…y quiso ayudarme.

Me llamo Juan y soy un borracho… con la esperanza de cambiar y de rehacer algún día mi vida…”

Escuché sus aplausos.  Respiré profundamente y tomé asiento. 

Éste fue el primer paso. Ese día pasé por lo más difícil que era admitir mi enfermedad. Hoy vivo 24 horas sin beber.  Luego otras 24.  No hay medicinas para curar mi mal.  La curación está en mí. 

Sé que habrá tentaciones.  Caeré y me levantaré...Lucharé contra viento y marea para lograr mi objetivo:  La sobriedad absoluta.


domingo, 19 de abril de 2020

UN ALTO EN EL CAMINO por Olga Carrera


UN ALTO EN EL CAMINO 

Por Olga Carrera

Un profundo vacío embargaba mi alma y no sabía cómo combatirlo. No podia explicar el  origen de esa persistente tristeza. Tenía un hogar feliz, contaba con salud y con un trabajo bien remunerado; sin embargo, mi abatimiento comenzaba a convertirse en un oscuro secreto que prefería no compartir con nadie.  Había perfeccionado el arte de sonreír con la cara sin involucrar el corazón.

Miré por la ventana de mi alcoba y observé una naturaleza hermosa y exuberante.  El sol había salido a saludarme.  Las chicharras cantaban alegres cobijadas en el follaje de los  árboles. Pero mi alma insistía en la soledad.  A pesar de que hacía muchos años que no rezaba, salió de mi boca una tímida oración. Pedí a Dios que iluminara mi vida y que no me dejara ahogarme en mi depresión. 

- Mami- dijo mi hija Rocío interrumpiendo mis pensamientos- hoy comenzó nuestra catequesis para hacer la Primera Comunión.

Observé el regocijo que emanaba de mi hija de 7 años y recordé la ilusión que había colmado mi propia alma cuando era yo la que, en mi inocencia de niña, se preparaba para recibir ese mismo sacramento.  Todo parecía mágico. El propio Jesús vendría a quedarse conmigo.  Debía preparar mi alma y mantenerla limpia para recibir a ese visitante tan especial.

-¡Hay que ser niño para creer y sentir de ese modo!- especulé – En la medida en que nos hacemos adultos perdemos la habilidad de sentir el hechizo que nos transmite la fe.
En efecto, mi fe se había enfriado y mi crianza, con todos sus rezos y ritos religiosos, era ahora parte de un pasado lejano.

-Dice mi catequista que hay que ir a misa todos los domingos- Anunció Rocío durante la cena.  Seguidamente preguntó con genuina curiosidad –Mami, papi.. ¿Por qué nosotros nunca vamos a la iglesia?
No encontré una respuesta satisfactoria.. ni siquiera pude pensar en una buena excusa.  Simplemente le ofrecí a mi hija llevarla a la iglesia las veces que fuera necesario.

Durante nuestra primera visita al templo me sentí extraña… como si no tuviese derecho a sentarme en las largas bancas de madera oscura.  Sentí que no merecía deleitarme de los destellos multicolores que se desprendían de los grandes vitrales que decoraban la capilla. Sentí que no era para mí el aire de paz y solitud que se respiraba en aquel lugar.  Comenzó el rito y todo volvía a ser familiar.  Reconocía cada rezo y cada lectura, pero mi mirada se distrajo ante la imponencia del Cristo crucificado, ubicado en lo alto del altar.  Sin haberlo planeado, me encontré elevando una oración de acción de gracias.

En poco tiempo comencé a anticipar mis visitas al templo.  Ya no representaban un compromiso con mi hija.  Mis motivos estaban cambiando y comenzaba a surgir en mí la necesidad de recogerme en oración. Fue en una de esas visitas que encontré un folleto sobre cursillos de cristiandad que despertó en mí la necesidad de participar… y así lo hice.

El cursillo duró tres días.  Tal como informara el folleto, no era un curso teórico ni un retiro espiritual…era una experiencia de vida. Se respiraba un clima de alegría y fraternidad…. el ambiente perfecto para experimentar una verdadera renovación.  El último día, mientras preparaba mi maleta para regresar a casa, vinieron a mi memoria las imágenes de aquella primera oración que pronunciara en mi alcoba, pidiendo a Dios que iluminara mi vida y que me ayudara a salir de ese abatimiento que me torturaba.

Solamente entonces caí en cuenta de que mi súplica no sólo había sido escuchada, sino que mi pequeña hija había servido de instrumento facilitador para mi tan deseada transformación.

Un alto en el camino era todo lo que necesitaba para enderezar mis cargas...


En la ciudad de Pamplona

En la ciudad de Pamplona hay una plaza. En la plaza hay una esquina. En la esquina hay una casa. En la casa hay una pieza. En la pieza hay ...