jueves, 25 de octubre de 2018

La fiesta de los vegetales por Rosa Elena Carrera


La fiesta de los vegetales

Escrito por: Rosa Elena Carrera 



Yo conocí a una cebolla
que se encontraba tan triste
que la pobre no hacía más que llorar.
Había derramado tantas lágrimas
Que casi podía nadar.
Estaba invitada a una fiesta
Pero había perdido la dirección.





De pronto, llegó su amiga remolacha
pero, estaba muy enojada
su cara estaba completamente morada.
Remolacha si tenía la dirección de la fiesta
Pero se le había roto el zapato.
Por eso estaba tan molesta
Se decía una y otra vez
Primero estaría muerta
que llegar sin zapatos a la fiesta.




Al rato,  llegó fina y  coqueta
La amiga lechuga fresca
Muy contenta de mostrar a sus amigas
su nuevo y hermoso traje verde
Además, estaba feliz de verles.
Y animó a sus compañeras
de ir juntas al festín.




Justo en la entrada del evento,
 se encontraba  el joven  tomate
Pero,  era tan, pero tan  tímido
que  se le sonrojaron las mejillas
con solo saludar a sus amigas.


Estaba por empezar la rumba
Cuando llegó rozagante
la niña zanahoria
Alta, delgada y elegante
Hablando tan alto
Como si tuviera un altoparlante
Y con una mini falda anaranjada
Mostrando sus piernas esbeltas y bronceadas.

Ahora si estaban completos todos los amigos
Para  empezar a disfrutar de  la fiesta.
Una vez adentro
se dieron cuenta que faltaba gente
Además del DJ,
faltaban sus amigos
Los hermanos Aderezos.

Así que empezaron a gritar:
-Solo faltan sal y aceite
-Solo faltan sal y aceite
Así protestaban los cinco amigos al unísono.

Finalmente, se prendió la fiesta
Al son de la música no pararon de bailar
Todos se dieron cuenta
Que  juntos habían logrado preparar
La más sabrosa ensalada para degustar


FIN


La I latina







¡No, no era posible! andando ya en siete años y burrito, burrito, sin conocer la o por lo redondo y dando más que hacer que una ardilla.
—¡Nada! ¡Nada!— dijo mi abuelita—. A ponerlo en la escuela…
Y desde ese día, con aquella eficacia activa en el milagro de sus setenta años, se dio a buscarme una maestra. Mi madre no quería; protestó que estaba todavía pequeño, pero ella insistió resueltamente. Y una tarde al entrar de la calle, deshizo unos envoltorios que le trajeron y sacando un bulto, una pizarra con su esponja, un libro de tipo gordo y muchas figuras y un atadito de lápices, me dijo poniendo en mí aquella grave dulzura de sus ojos azules: —¡Mañana, hijito, casa de la señorita que es muy buena y te va a enseñar muchas cosas…!
Yo me abracé a su cuello, corrí por toda la casa, mostré a los sirvientes mi bulto nuevo, mi pizarra flamante, mi libro, todo marcado con mi nombre en la magnífica letra de mi madre, un libro que se me antojaba un cofrecillo sorprendente, lleno de maravillas! Y la tarde esa y la noche sin quererme dormir, pensé cuántas cosas podría leer y saber en aquellos grandes librotes forrados de piel que dejó mi tío el que fue abogado y que yo hojeaba para admirar las viñetas y las rojas mayúsculas y los montoncitos de caracteres manuscritos que llenaban el margen amarillento.
Algo definitivo decíame por dentro que yo era ya una persona capaz de ir a la escuela.
II
¡Hace cuántos años, Dios mío! Y todavía veo la casita humilde, el largo corredor, el patiecillo con tiestos, al extremo una cancela de lona que hacía el comedor, la pequeña sala donde estaba una mesa negra con una lámpara de petróleo en cuyo tubo bailaba una horquilla. En la pared había un mapa desteñido y en el cielo raso otro formado por las goteras. Había también dos mecedoras desfondadas, sillas; un pequeño aparador con dos perros de yeso y la mantequillera de vidrio que fingía una clueca echada en su nido; pero todo tan limpio y tan viejo que dijérase surgido así mismo, en los mismo sitios desde el comienzo de los siglos.
Al otro extremo del corredor, cerca de donde me pusieron la silla enviada de casa desde el día antes, estaba un tinajero pintado de verde con una vasija rajada; allí un agua cristalina en gotas musicales, largas y pausadas, iba cantando la marcha de las horas. Y no sé por qué aquella piedra de filtrar llena de yerbajos, con su moho y su olor a tierras húmedas, me evocaba ribazos del río o rocas avanzadas sobre las olas del mar…
Pero esa mañana no estaba yo para imaginaciones, y cuando se marchó mi abuelita, sintiéndome sólo e infeliz entre aquellos niños extraños, que me observaban con el rabillo del ojo, señalándome; ante la fisonomía delgadísima de labios descoloridos y nariz cuyo lóbulo era casi transparente, de la Señorita, me eché a llorar. Vino a consolarme, y mi desesperación fue mayor al sentir en la mejilla un beso helado como una rana.
Aquella mañana de “niño nuevo” me mostró el reverso de cuanto había sido ilusorias visiones de sapiencia… así que en la tarde, al volver para la escuela, a rastras casi de la criada, llevaba los párpados enrojecidos de llorar, dos soberbias nalgadas de mi tía y el bulto en banderola con la pizarra y los lápices y el virginal Mandevil tamborileando dentro de un modo acompasado y burlón.
III
Luego tomé amor a mi escuela y a mis condiscípulos: tres chiquillas feucas, de pelito azafranado y medias listadas, un gordinflón que se hurgaba la nariz y nos punzaba con el agudo lápiz de pizarra; otro niño flaco, triste, ojerudo, con un pañuelo y unas hojas siempre al cuello y oliendo a aceite; y martica, la hija del herrero de enfrente que era alemán. Siete u ocho a lo sumo: las tres hermanas se llamaban las Rizar, el gordinflón José Antonio, Totón, y el niño flaco que murió a poco, ya no recuerdo cómo se llamaba. Sé que murió porque una tarde dejó de ir, y dos semanas después no hubo escuela.
La Señorita tenía un hermano hombre, un hermano con el cual nos amenazaba cuando dábamos mucho qué hacer o estallaba una de esas extrañas rebeldías infantiles que delatan a la eterna fiera.
—¡Sigue! ¡Sigue rompiendo la pizarra, malcriado, que ya viene por ahí Ramón María!
Nos quedábamos suspensos, acobardados, pensando en aquel terrible Ramón María que podía llegar de un momento a otro… Ese día, con más angustia que nunca, veíamosle entrar tambaleante como siempre, oloroso a reverbero, los ojos aguados, la nariz de tomate y un paltó dril verdegay.
Sentíamos miedo y admiración hacia aquel hombre cuya evocación sola calmaba las tormentas escolares y al que la Señorita, toda tímida y confusa, llevaba del brazo hasta su cuarto, tratando de acallar unas palabrotas que nosotros aprendíamos y nos las endosábamos unos a otros por debajo del Mandevil.
—¡Los voy a acusar con la Señorita! —protestaba casi con un chillido Marta, la más resuelta de las hembras.
—La Señorita y tú… —y la interjección fea, inconsciente y graciosísima, saltaba de aquí para allá como una pelota, hasta dar en los propios oídos de la Señorita.
Ese era día de estar alguno en la sala, de rodillas sobre el enladrillado, el libro en las manos, y las orejas como dos zanahorias.
—Niño, ¿por qué dice eso tan horrible? —me reprendía afectando una severidad que desmentía la dulzura gris de su mirada.
—¡Porque soy hombre como el señor Ramón María!
Y contestaba, confusa, a mi atrevimiento:
—Eso lo dice él cuando está “enfermo”
IV
A pesar de todo, llegué a ser el predilecto. Era en vano que a cada instante se alzase una vocecilla:
—¡Señorita, aquí el “niño nuevo” me echó tinta en un ojo!
—Señorita, que el “niño nuevo” me está buscando pleito.
A veces era un chillido estridente seguido de tres o cuatro mojicones:
—¡Aquí…! Venía la reprimenda, el castigo; y luego más suave que nunca, aquella mano larga, pálida, casi transparente de la solterona me iba enseñando con una santa paciencia a conocer las letras que yo ditinguía por un método especial: la A, el hombre con las piernas abiertas —y evocaba mentalmente al señor Ramón María cuando entraba “enfermo” de la calle—; la O, al señor gordo —pensaba en el papá de Totón—; la Y griega una horqueta —como la de la china que tenía oculta—; la I latina, la mujer flaca —y se me ocurría de un modo irremediable la figura alta y desmirriada de la Señorita… Así conocí la Ñ, un tren con su penacho de humo; la P, el hombre con el fardo; y la & el tullido que mendigaba los domingos a la puerta de la iglesia.
Comuniqué a los otros mis mejoras al método de saber las letras, y Marta —¡como siempre!— me denunció:
—¡Señorita, el “niño nuevo” dice que usted es la I latina!
Me miró gravemente y dijo sin ira, sin reproche siquiera, con una amargura temblorosa en la voz, queriendo hacer sonrisa la mueca en sus labios descoloridos:
—¡Si la I latina es la más desgraciada de las letras… puede ser!
Yo estaba avergonzado; tenía ganas de llorar. Desde ese día cada vez que pasaba el puntero sobre aquella letra, sin saber por qué, me invadía un oscuro remordimiento.
V
Una tarde a las dos, el señor Ramón María entró más “enfermo” que de costumbre, con el saco sucio de la cal de las paredes. Cuando ella fue a tomarle del brazo, recibió un empellón yendo a golpear con la frente un ángulo del tinajero. Echamos a reír; y ella, sin hacernos caso, siguió detrás con la mano en la cabeza… Todavía reíamos, cuando una de las niñas, que se había inclinado a palpar una mancha oscura en los ladrillos, alzó el dedito teñido de rojo:
—Miren, miren: ¡le sacó sangre!
Quedamos de pronto serios, muy pálidos, con los ojos muy abiertos.
Yo lo referí en casa y me prohibieron, severamente, que lo repitiese. Pero días después, visitando la escuela el señor inspector, un viejecito pulcro, vestido de negro, le preguntó delante de nosotros al verle la sien vendada:
—¿Cómo que sufrió algún golpe, hija?
Vivamente, con un rubor débil como la llama de una vela, repuso azorada:
—No señor, que me tropecé…
—Mentira, señor inspector, mentira —protesté rebelándome de un modo brusco, instintivo, ante aquel angustioso disimulo— fue su hermano, el señor Ramón María que la empujó, así… contra la pared… —y expresivamente le pegué un empujón formidable al anciano.
—Sí, niño, sí ya sé… —masculló trastumbándose.
Dijo luego algo más entre dientes; estuvo unos instantes y se marchó.
Ella me llevó entonces consigo hasta su cuarto; creí que iba a castigarme, pero me sentó en sus piernas y me cubrió de besos; de besos fríos y tenaces, de caricias maternales que parecían haber dormido mucho tiempo en la red de sus nervios, mientras que yo, cohibido, sentía que al par de la frialdad de sus besos y del helado acariciar de sus manos, gotas de llanto, cálidas, pesadas, me caían sobre el cuello. Alcé el rostro y nunca podré olvidar aquella expresión dolorosa que alargaba los grises ojos llenos de lágrimas y formaba en la enflaquecida garganta un nudo angustioso.
VI
Pasaron dos semanas, y el señor Ramón María no volvió a la casa. Otras veces estas ausencias eran breves, cuando él estaba “en chirona”, según nos informaba Tomasa, única criada de la Señorita que cuando ésta salía a gestionar que le soltasen, quedábase dando la escuela y echándonos cuentos maravillosos del pájaro de los siete colores, de la princesa Blanca—flor o las tretas siempre renovadas y frescas que le jugaba tío conejo a tío tigre.
Pero esta vez la Señorita no salió; una grave preocupación distraíala en mitad de las lecciones. Luego estuvo fuera dos o tres veces; la criada nos dijo que había ido a casa de un abogado porque el señor Ramón María se había propuesto vender la casa.
Al regreso, pálida, fatigada, quejábase la Señorita de dolor de cabeza; suspendía las lecciones, permaneciendo absorta largos espacios, con la mirada perdida en una niebla de lágrimas… Después hacía un gesto brusco, abría el libro en sus rodillas y comenzaba a señalar la lectura con una voz donde parecían gemir todas las resignaciones de este mundo:
—Vamos, niño: “Jorge tenía un hacha…”
VII
Hace quince días que no hay escuela. La Señorita está muy enferma. De casa han estado allá dos o tres veces. Ayer tarde oí decir a mi abuela que no le gustaba nada esa tos…
—No sé de quién hablaban.
VIII
La Señorita murió esta mañana a las seis…
IX
Me han vestido de negro y mi abuelita me ha llevado a la casa mortuoria. Apenas la reconozco: En la repisa no están ni la gallina ni los perros de yeso; el mapa de la pared tiene atravesada una cinta negra; hay muchas sillas y mucha gente de duelo que rezonga y fuma. La sala llena de vecinas rezando. En un rincón estamos todos los discípulos, sin cuchichear, muy serios, con esa inocente tristeza que tienen los niños enlutados. Desde allí vemos, en el centro de la salita, una urna estrecha, blanca y larguísima que es como la Señorita y donde ella está metida. Yo me la figuro con terror: el Mandevil abierto, enseñándome con el dedo amarillo, la I, la I latina precisamente.
A ratos, el señor Ramón María que recibe los pésames al extremo del corredor y que en vez del saco dril verdegay luce una chupa de un negro azufroso, va a su encuentro y vuelve. Se sienta suspirando con el bigote lleno de gotitas. Sin duda ha llorado mucho porque tiene los ojos más lacrimosos que nunca y la nariz encendida, amoratada.
De tiempo en tiempo se suena y dice en alta voz:
—¡Está como dormida!
Después del entierro, esa noche, he tenido miedo. No he querido irme a dormir. La abuelita ha tratado de distraerme contando lindas historietas de su juventud. Pero la idea de la muerte está clavada, tenazmente, en mi cerebro. De pronto la interrumpo para preguntarle:
—¿Sufrirá también ahora?
—No —responde, comprendiendo de quién le hablo— ¡la Señorita no sufre ahora!
Y poniendo en mí aquellos ojos de paloma, aquel dulce mirar inolvidable, añade:
—¡Bienaventurados los mansos y humildes de corazón porque ellos verán a Dios!…



miércoles, 3 de octubre de 2018

La Despedida




Si los enamorados vivieran en la luna
en noches de tierra llena
- cogidos de la mano-
contemplarían el océano azul de nuestro planeta
y lo verían lleno de estrellas de mar.

La despedida es una mano 
que es un pañuelo 
que es el corazón 
y la distancia.

La despedida es una mano 
que es un pañuelo 
que es una mano 
en el corazón 
de la distancia.

(Jairo Anibal Niño)


Despedida
Actividad Narracuentos UCAB 
Fecha 28/09/2018
Celebrando el día de la narración oral en Venezuela
Centro Loyola de la Universidad Católica Andrés Bello

https://www.youtube.com/watch?v=uSJdgRkzJ_k


“La felicidad escondida”





La felicidad escondida 

Tomado del libro “La culpa es de la vaca” 
Intermedio Editores. 
Compiladores Jaime Lopera Gutiérrez y Marta Inés Bernal Trujillo

Actividad Narracuentos UCAB 
fecha 28/09/2018

Celebrando el día de la narración oral en Venezuela
Centro Loyola de la Universidad Católica Andrés Bello


“Ritual de los indios Cherokee”





Actividad Narracuentos UCAB 
Fecha 28/09/2018

Celebrando el día de la Narración Oral en Venezuela
Centro Loyola de la Universidad Católica Andrés Bello


lunes, 1 de octubre de 2018

El diente roto




El diente roto
De:  Pedro Emilio Coll

A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.
Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.
Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.
-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted…
-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.
-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del “niño prodigio”, y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison… etcétera.
Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.
Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y “profundo”, y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.
Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
FIN


Las cinco águilas blancas




De: Tulio Febres Cordero

Según la tradición de los Mirripuyes de los Andes venezolanos, fue Caribay la primera mujer. Era hija del ardiente Zuhé (el Sol) y la pálida Chía (la Luna). Vivía en armonía con la naturaleza, considerada la protectora del bosque. Imitaba el canto de los pájaros y jugaba con las flores y los árboles.

Una vez Caribay vio volar por el cielo cinco águilas blancas y se enamoró de sus hermosas plumas. Fue entonces tras ellas, atravesando valles y montañas, siguiendo siempre las sombras que las aves dibujaban en el suelo. Llegó al fin a la cima de un risco desde el cual vio como las águilas se perdían en las alturas. Caribay se entristeció e invocó a Chía y al poco tiempo pudo ver otra vez a las cinco hermosas águilas. Mientras las águilas descendían a las sierras, Caribay cantaba dulcemente.

Cada una de estas aves descendió sobre un risco, y se quedaron las cinco inmóviles. Caribay quería adornarse con esas plumas tan raras y espléndidas y corrió hacia ellas para arrancárselas, pero un frío glacial entumeció sus manos, las águilas estaban congeladas, convertidas en cinco masas enormes de hielo. Entonces Caribay huyó aterrorizada. Poco después la Luna se oscureció y las cinco águilas despertaron furiosas y sacudieron sus alas y la montaña toda se engalanó con su plumaje blanco.
Éste es el origen de las sierras nevadas de Mérida,  los cinco elevados riscos siempre cubiertos de nieve. Las grandes y tempestuosas nevadas son el furioso despertar de las águilas, y el silbido del viento es todo lo que quedó del canto triste y dulce de la joven Caribay.

La otra señorita




De:  Óscar Guaramato

I
La maestra rural fue trasladada a otro pueblo. Nos comunicó la noticia después de haber cantado un viejo himno, cuando estábamos frente a ella, atentos a sus manos guiadoras del compás. Habló brevemente. Explicó que desde el lunes tendríamos otra maestra; que ella pasaría a regentar otra escuela, perdida en la montaña de un remoto caserío, y recomendó que fuésemos amables con la otra preceptora, por cuanto nosotros constituiríamos su prueba de fuego, su primer experimento de recién graduada. Era viernes y atardecía sobre las casas. Pero esto no sucedió ayer ni anteayer. Ella era la maestra de nuestras primeras letras, hace veinticinco años. Sin embargo, el tiempo transcurrido no impide que recuerde claramente las cosas ocurridas aquel día, lo que hicimos en la calle. Fue allí donde noté que había olvidado mi pizarra y regresé corriendo al salón. Busqué por todas partes y, al no encontrarla, llamé a mi maestra. Salió y vi sus ojos humedecidos del llanto, y sin decirme nada me abrazó sollozante. Recuerdo que yo también lloré; que era viernes, y que el sol muriente lamía en el patio las hojas de un rosal.

II

El domingo la acompañé a la estación. Yo cargaba su maleta. Fue domingo, a las once de la mañana. La locomotora tenía un nombre, Gavilán, y resoplaba como un animal cansado. Al ­ n, un hombre de uniforme gris ordenó a los pasajeros que subieran al tren. Fue entonces cuando ella me estrechó contra su pecho y me besó en la frente. Recuerdo claramente su pañuelo blanco aleteando a lo lejos y aquella dulce paz que me quedó en la cara.


III
La otra señorita tenía pecas y fumaba mucho. El lunes siguiente se encargó de la escuela. El mismo día que encontré mi perdida pizarra.

Yo no la oía. Pensaba en mi otra maestra. Veía su cabello de oro viejo, sus ojos llorosos, sus labios de frambuesa. Tal vez fue esto lo que me impulsó a escribir en mi pizarra: “Señorita: yo la quiero mucho”. Lo hice con letra grande, redonda, y ­ rmé al pie.

 Repentinamente una pregunta ‑ flotó en la sala. Yo no la oí. No hubiera oído nada, a no ser por el codo de un compañero de pupitre, que me hizo volver en mí. La señorita me miraba ahora, esperando mi respuesta. No contesté. Ella se acercó y me quitó la pizarra de las manos. Recuerdo que era lunes y que hacía mucho calor, y que el sol danzaba en el patio como un conejo rubio.

 IV
Yo mismo llevé la nota a mi casa. En ella se decía la causa de mi expulsión de la escuela rural.
Pasé varios días apenado, vagando solitario por las riberas del río vecino. Y recuerdo también que me agarré a trompicones con más de un condiscípulo que me llamó “pica flor de alero”.

Un día cualquiera me enviaron a una escuela de la ciudad.

Pero nunca llegué a referir que lo escrito era para mi otra maestra: la del pañuelo blanco, la del cabello de oro viejo y labios de frambuesa. La del primer beso

En la ciudad de Pamplona

En la ciudad de Pamplona hay una plaza. En la plaza hay una esquina. En la esquina hay una casa. En la casa hay una pieza. En la pieza hay ...