viernes, 14 de diciembre de 2018

El reloj de flores por Rosa Elena Carrera




El reloj de flores
(Escrito por Rosa Elena Carrera)


A mí me contaron
Que en vez de un reloj de arena,
Mi mamá tenía un reloj de flores.

Duraban exactamente un minuto
hasta que caía el ultimo pétalo
por el embudo de cristal.

Un día mi mamá se dio cuenta
Que el reloj de flores
se estaba marchitando.

Entonces, se le ocurrió una gran idea
Regó con agua fresca y cristalina
las flores multicolores de su reloj.

Y a partir de aquel día
Las aves se acercan cada mañana,

Para acompañar con su trino melodioso
Al reloj de flores y agua
Que perteneció a mi bella madre.



FIN

Dedicado a mi madre
Cecilia Pedroza de Carrera

martes, 4 de diciembre de 2018

El perro sin terminar de María Granata

El niño quiso dibujar un animal. Pensó en el ciervo, que es un caballito con la cabeza llena de palos; pensó en el zorro. Y al final se le ocurrió que lo mejor sería dibujar un perro que es un animal fácil de dibujar porque siempre está al lado de uno. 

Tenía una carbonilla muy negra y un papel muy amarillo. Empezó por las patas que es lo que sostiene; hizo tres ya que a la cuarta no sabía qué posición darle. Le salieron bien, seguramente porque esa carbonilla ya había dibujado perros.

Continuó con el trazado del cuerpo y cuando le tocó diseñar la cabeza, pensó en un hocico puntiagudo pero tuvo miedo de que le saliera un pico de pájaro; tampoco debía ser completamente chato porque entonces el perro parecería una foca. 

Y pensó también en las orejas: mejor grandes para que oyeran las voces de todos los dibujos que hay en el mundo. Y también era preferible que estuviesen levantadas y no caídas para que no terminaran cayéndose al suelo y que él se tuviera que pasar el día levantando orejas.

¿Y los ojos? ¿Los haría redondos como bolitas? No, porque todo lo que es redondo un buen día empieza a girar, y ya se sabe que un perro no debe tener ojos giratorios. Se los haría un poco alargados, con una mirada que se desparramara por todo el papel y también por toda la casa.


Por fin el niño trazó una oreja tal como lo había decidido, grande y levantada, y antes de hacer la otra dibujó un ojo para no olvidarse cómo lo quería, y después empezó a delinear un hocico que no fuera pico. Pero antes de terminarlo oyó que otros chicos lo llamaban para jugar, y salió corriendo a todo correr.

El dibujo quedó sin terminar.

La carbonilla rodó sobre la mesa buscando un sitio dónde esconderse porque la habían gastado bastante y no quería reducirse a un trocito. Nadie repara en los trocitos y los pobres deben andar a saltos por el mundo para demostrar que existen. Y aun así, nadie los ve.

Confiada en que el descanso la haría crecer, la carbonilla se ocultó entre un cuaderno y un compás.

Antes de que anocheciera, por la ventana abierta entró viento, no el viento grande sino un viento niño que quería jugar.

Volaron los papeles en donde el chico había hecho sus sumas y sus restas de la escuela. Los números de las cuentas saltaron con los resultados puestos al revés; un 4 quedó sentado - mirándolo bien, el 4 siempre está sentado -, y un 0 rodó como una bolita. Voló también una pluma que vivía en un rincón; la carbonilla se resfrió, y el papel amarillo en el que había poco más de medio perro dibujado, planeó por el cuarto y terminó cayéndose al suelo.

El dibujo tembló.

El viento niño se divertía, pero cuando oyó que su padre, el viento grande, lo llamaba, salió por la ventana por donde había entrado. Todo volvió a estar quieto aunque no en orden. Y hubo otro cambio: el dibujo sin terminar se había empezado a desprender ligeramente del papel.

A la noche sintió que se había desprendido del todo. 

Trató de levantarse y pudo hacerlo, al principio con miedo de caerse, y después con más y más confianza.
Aunque no mucha porque no es lo mismo estar parado en tres patas que en cuatro.

Dio unos pasos inseguros pegado a la pared. No se animaba a caminar por el centro de la habitación, pero de pronto dio un salto, en realidad un saltito torcido ya que le faltaba una pata, y se alejó de la pared. Y anduvo hasta la medianoche dando vueltas y vueltas en medio de ese cuarto que había quedado con la ventana abierta porque hacía calor.

Y después se acercó a la ventana y dio un salto tan alto que cayó en la calle. El aire fresco lo animó bastante, pero él se quedó allí sin saber qué hacer, no en cuatro patas sino en tres.

Con su único ojo miró la calle desierta; con su única oreja oyó el barullo que hacían los monigotes dibujados en las paredes.
Echó a andar.

De repente tuvo miedo y se escondió en un umbral.

Y después sintió hambre, y en cuanto el miedo se le redujo a la mitad, siguió su camino que a algún lado lo llevaría.

Anduvo, anduvo, no muy ligero porque no era bípedo ni cuadrúpedo. Ya se sabe que con tres patas se camina más despacio que con dos, aunque cueste entenderlo.

Seguía sintiendo hambre. Por fin junto a un portal encontró un pequeño hueso pero no lo pudo comer porque los perros dibujados sólo pueden comer huesos dibujados.

La noche era de verano, apenas fresca, pero él sintió frío. Se acurrucó junto a un álamo plantado en la calle, después de olfatearlo con su media nariz.

- ¡Un perro sin terminar! - exclamó el árbol. 

- Soy un dibujo - le aclaró él.

Las hojas lo miraron con miles de miles de ojitos verdes y le dijeron:

- Así incompleto como estás corres el peligro de borrarte.

El pobre dibujo sintió de golpe más hambre y más frío, y un nuevo miedo que le sacudió las pocas líneas de que estaba formado.

- ¿Qué debo hacer? - le preguntó al árbol.

El álamo tenía gran cantidad de años guardados en el follaje, en las raíces, debajo de la corteza, y como no se le había perdido ninguno, sabía muchas cosas.

- Lo que debes hacer - le aconsejó al dibujo - es que alguien te termine. ¿Cómo vas a andar así por el mundo?

- ¿El mundo está terminado? - preguntó él.

El árbol se quedó pensativo.

- Me parece que si - le respondió-. Aunque algunas cosas faltan hacerle: remendar los agujeros de los volcanes, rellenar con tierra los precipicios, hacer que el viento ande en bicicleta, y poner más casas por todas partes y más árboles como yo. Pero más fácil será que alguien te termine a ti y no al mundo.

- ¡Gracias! - exclamó el medio perro levantándose; y antes de dar un paso le confió al álamo:
- Tengo hambre.

El árbol se inclinó bastante señalándole una callecita, y le informó:

- Si vas hacia allí, encontrarás en un muro el dibujo de un huesito hecho hace años por un perro dibujante. Y te lo podrás comer.

Después de desearle buena suerte al perrito de carbonilla a medio hacer, el álamo lo vio dirigirse hacia el sitio que él le indicara con el verde dedo índice que tenía en la punta.
Y después con sus ojos vegetales vio cómo el pobrecito se comía el hueso dibujado.

¡Ah, no tener hambre es una gran cosa!

Las tres patas se sintieron más fuertes, capaces de sostener a una jirafa; la única oreja empezó a aletear; el único ojo se puso brillante como un pedacito de fogata. 

El dibujo sin terminar llegó a un lugar descampado cuando ya amanecía. El sol recién nacido sintió piedad por él y le envió todo su calor, toda su luz. Y él dejó de tener frío. Fue como si el día hubiese comenzado en su cuerpecito; alrededor de él estaba oscuro y fresco. Y después de entibiarlo, el sol se comportó como debe ser.

En un prado donde había dieciocho millones trescientas veinticuatro mil plantitas de avena, el dibujo se encontró con un granjero.

- Por favor, ¿no tienes una carbonilla? - le preguntó.

El hombre lo miró extrañado. Es que nunca había oído la palabra carbonilla.

- ¿Qué ave es esa? - se sorprendió -. Yo sólo tengo patos, gallinas y gansos.

- No es un ave - le explicó el dibujo -. Es un carbón largo y bastante flaco. Pero lo mismo me serviría cualquier trocito de carbón.

El granjero se dispuso a buscar lo que el medio perro le pedía, y en cuanto dio tres pasos le oyó decir:

- ¡Ah, y por favor trae un papel en donde yo pueda caber, mejor si es amarillo!

El hombre volvió con el trocito de carbón que desde hacía unos días vivía en su hornalla, y con una hoja grande de papel blanco que se volvió amarillo en cuanto el dibujo se tendió en él. 

- ¿Vas a dormir? - le preguntó el granjero.

- No. Necesito algo más importante que el sueño - fue la respuesta.

- ¿Y qué es?

- Que me termines de dibujar.

El hombre dio una vuelta entera alrededor de él y se lo quedó observando. Después dijo:

- Pareces un perro y yo no sé dibujar perros. Tan sólo aves.

- Por favor, inténtalo - rogó el desdichado.

El granjero tomó el carbón que había encontrado en su hornalla, le sopló el cuernito de ceniza que tenía, y en el sitio de la oreja que faltaba trazó una cresta. La cuarta pata la hizo zancuda, bastante más larga que las otras tres, delgadísima y con los dedos muy separados. El ojo que faltaba lo hizo más chico que el otro y bien redondo, con una vigilante mirada de gallo. Y después completó el hocico con medio pico entreabierto.

Y cuando ya daba por terminado su trabajo hecho con el trocito de carbón y con una gran cantidad de buena voluntad y desacierto, el granjero reparó en que el pobre animal no tenía rabo. Y entonces le dibujó una cola emplumada.

- ¿Quedé bien? - preguntó el perro que ya no era perro. Y en cuanto hizo la pregunta, del medio pico le salió un cacareo.

- ¡A la perfección! - contestó el granjero contemplándolo embelesado.

El dibujo se sintió feliz. Para él sentirse feliz era como estar cubierto de estrellitas. Y se levantó del papel amarillo que volvió a ser blanco en cuanto él lo abandonó.

Le agradeció al granjero la ayuda y echó a andar, completo, pero disparatado.

Le costaba mucho más caminar debido a esa pata zancuda, pero no se quejó. También le costaba arrastrar esa cola como de pavo real que ahora tenía. Sin embargo, continuó andando a la espera de encontrarse con seres que quisieran ser sus amigos.

Llegó a un bosquecillo y se anunció con una voz que fue mitad ladrido y mitad cacareo.
En vez de animalitos con quienes entablar una amistad alegre, apareció un explorador, de nariz muy larga para explorar mejor.

- ¡Qué animal más raro! - exclamó lleno de asombro - Lo voy a capturar.

La palabra "capturar" lo asustó al dibujo que echó a correr todo lo que pudo, todavía más. Tuvo miedo de que esa palabra horrible lo borrara. El explorador agitaba una red para capturar que él mismo había hecho uniendo todos los agujeros que había encontrado en sus exploraciones, pero de nada le sirvió porque el animal raro seguía corriendo a los saltos a mayor velocidad que él. Había momentos en que los separaba una distancia de doce caracoles en fila, y momentos en que la distancia entre los dos era de doce vacas, también en fila. 
El dibujo se salvó gracias a los saltos que daba su pata larga.

Cuando el explorador lo perdió de vista, se puso a contar los agujeros de su red por si se le había caído alguno.

A la entrada de un caserío, el perro-ave, todavía agitado, se guareció en un umbral. Es que los dibujos se cansan como lo que realmente está vivo; en realidad un dibujo también está vivo, aunque de otra manera. Y él estaba muy fatigado por la carrera y por el miedo. Cerró al mismo tiempo su ojo de perro y su ojo de gallo, y no consiguió acomodar su pata zancuda que se salía del umbral, ni cerrar su cola emplumada para que ocupara menos espacio. Lo que sí consiguió fue dormir.

Y una hora después, cuando despertó, vio caer una lluvia que le sacó la lengua, una lengua de agua. Y él volvió a asustarse pensando que si la lluvia lo mojaba se le borrarían las líneas de que estaba hecho.

Y continuó en el umbral hasta que el mediodía mandó a la lluvia a la nube de donde había salido. Y toda el agua caída tuvo que levantarse y volver al cielo.

El perro-ave salió de su refugio y continuó andando por las calles del caserío. Las gentes, al verlo, en cuanto salían de su asombro, reían y reían.

- ¡Un perro mezcla de ave de corral!

- ¡Un disparate andando!

- ¡Nunca se ha visto nada más ridículo!

- ¿De dónde habrá salido?

- Además está tan flaco, tan flaco que parece un dibujo.

El pobre comprendió que se estaban burlando de él. Todos lo señalaban sin dejar de reír. Sí, estaba en el centro de una burla que crecía y crecía, que giraba y giraba. Si no hubiese estado hecho de carbonilla, se habría puesto colorado, pero de la negrura no puede salir ningún color. 

Rengo a causa de su pata bastante más larga, el dibujo disparatado atravesó el pueblo a saltos desparejos, humillado y triste.

La cresta se le había caído sobre el ojito de gallo, la cola emplumada se arrastraba por las piedras de la calle. El medio pico se abría y se cerraba soltando tres cuartos de ladrido junto a dos cacareos y medio, todo mezclado.

El único que le dio la bienvenido con una alegría hecha de lucecitas fue un monigote dibujado en una pared.

- ¡Hola! - lo saludó.

- Hola - respondió él en voz baja, entre un ladrido revuelto y un cacareo agujereado, temeroso de ser burlado una vez más.

- ¿No te da miedo andar suelto? Podrías venir a vivir en esta pared. Está recién pintada - le ofreció el monigote.

Él lo miró mitad con su ojo de perro, mitad con su ojo de gallo. Y le sonrió con su medio hocico, con su medio pico.

Estuvo a punto de aceptar pero tuvo que lanzarse a una nueva carrera porque las voces de las burlas se convirtieron en una amenaza que soltaba una espuma negra como todas las amenazas.

- ¡Vamos a atraparlo! ¡Vamos a atraparlo!

Se salvó a duras penas, y gracias a que saltó a una vieja pared de donde nadie pudo sacarlo. Es claro, más le hubiera gustado estar junto al monigote y no tan solo. Y por fin las burlas se fueron, pero cuando llegó la noche tuvo que salir de su refugio porque la pared empezó a descascararse.

De un salto bastante torcido se halló de nuevo en la calle. Miró hacia todas partes por si había alguien que se riera de él. No había nadie. Se sacudió la cal de la pared descascarada y empezó a caminar.

Anduvo, anduvo...

Era ya de madrugada cuando se vio en un descampado en medio de la niebla. La niebla es una nube pegada a la tierra, y menos mal que él no lo sabía porque casi todos se asustan si saben que están dentro de una nube.

Ni su ojo de perro ni su ojo de gallo le servían: no veía nada, como si estuviese encerrado en una casa de humo. Se tendió en el suelo, y como nada veía, no se dio cuenta de que se había acostado en un charco. Lo advirtió cuando la mojadura lo hizo estornudar.

Mientras él estornudaba el agua le borró la cresta, y después la cola emplumada. Un minuto más tarde nada quedaba del medio pico, nada quedaba de la pata zancuda. Lo último en desaparecer fue el ojo redondo de gallo. Por suerte, el agua del charco había borrado sólo las líneas trazadas por el granjero. Al dibujo hecho por el chico lo dejó intacto porque lo que los niños hacen es imborrable.

El perro a medias salió del charco, claro está, todo mojado. Una gota muy grande que le colgaba de su único ojo parecía una lágrima.

Y en cuanto pudo enderezar sus patas, que nuevamente eran tres, le pidió a la niebla que le hiciera un caminito para salir. Y la niebla, como si fuese encendiendo fósforos, le marcó un sendero de luz por donde él empezó a andar hasta salir de esa nube posada en la tierra y poder verse cerca de su casa.

Le latió el corazoncito que no tenía dibujado pero que tenía, y cuando llegó a su ventana necesitó tres saltos para entrar. Una vez adentro buscó la hoja amarilla en donde había nacido, y la encontró sobre la mesa junto a la carbonilla.

- Menos mal que volviste - le dijo la carbonilla.

- Menos mal - repitió él; y después se tendió sobre el papel amarillo y de golpe se quedó dormido.

Cuando entró el niño lo contempló con una alegría que parecía relumbrar.

- ¡Apareció mi dibujo sin terminar! - exclamó.

Tomó la carbonilla entre sus dedos que sabían trazar líneas y completó el dibujo. Todo lo que faltaba le salió bien. El rabo se lo hizo levantado para que ese fuera un perro contento. Y después anunció:

- Voy a colgar este dibujo en una pared.

Pero no pudo hacerlo.

El dibujo terminado saltó del papel amarillo moviendo la cola, los ojos muy brillantes y el hocico con la lengua afuera, una lengua que el chico no había trazado.

No; no se había convertido en un perro de carne y hueso: seguía siendo un dibujo, un dibujo que nunca se borraría y que andaría suelto todo el día junto al niño, y que además podría ladrar, y dormir en el papel amarillo cuando tuviera sueño.


FIN

EL ASTRONAUTA DEL BARRIO DE SILVIA SCHUJER


Apenas sonó el despertador, el señor Poquito Pérez saltó de la cama como un resorte. Se quedó un rato parado en el medio del cuarto, y cuando creyó estar despierto, subió la persiana.

"Va a ser un día de sol", se dijo. Porque a través de la ventana vio que el cielo estaba celeste.

Pensando en el sol, el señor Poquito Pérez se pegó una ducha fresca y se vistió con ropa liviana: un pantaloncito corto, una remera de hilo y una gorra con visera. También preparó los anteojos negros, pero no se los puso hasta la hora de salir.

Antes de afeitarse prendió la radio y escuchó un informativo. Entre noticia y noticia, el locutor le recordó a la gente que esa mañana empezaba el invierno.

"¡Pero si ya estamos en invierno!", se acordó el señor Poquito Pérez. 


Así que, para no morirse de frío en la calle (a veces, aunque haya sol hace frío), además de lo que ya se había puesto, se calzó un buzo, un pañuelo de garganta, guantes y un par de medias de lana.

Después de afeitarse, el señor Poquito Pérez fue a la cocina a prepararse unos mates. Estaba desayunando cuando en eso miró la hora y recordó que no era domingo, que tenía que ir al trabajo.

"¡Qué tonto!", se dijo. "¿Cómo voy a ir a trabajar con pantaloncitos cortos?".

Volvió entonces a su habitación y así nomás -para no perder tiempo- se puso unos pantalones largos arriba de los cortitos, el saco del traje arriba del buzo (y de la remera) y un par de zapatos sobre las medias de lana.

Antes de salir a la calle, el señor Poquito Pérez volvió a mirar por la ventana y el celeste del cielo se había vuelto gris. No sólo no había una hilacha de sol, sino que las nubes, gordísimas, parecían a punto de explotar.

-Va a llover -comentó-. Lo que me faltaba.

Y para no mojarse, encima de lo que ya tenía, se puso una campera con capucha. Sobre la campera, un piloto y sobre los zapatos -para no arruinarlos-, un par de botas de goma.

Un poco incómodo, el señor Poquito Pérez abrió la puerta y salió de su casa. Caminaba por la vereda tan despacio y endurecido de ropa que más de un vecino lo confundió con un astronauta. Y hasta tal punto parecía un astronauta que él mismo se convenció: cuando llegó a la parada, en vez de un colectivo, tomó una nave espacial (una que pasaba por la esquina). Y tan bien lo trataron en la nave esa mañana que, en vez de ir al trabajo, el señor Poquito Pérez, se fue derecho a la Luna.

Y lo bien que lo pasó...


FIN

Un pueblito de Silvia Schujer

Justo justo en el medio del mundo hay un pueblo tan chiquito, que en la historia se lo conoce, simplemente con el nombre "Pueblito". No sólo la pequeñez es lo que diferencia a Pueblito de los demás pueblos y ciudades del mundo, sino también sus costumbres.

Por ejemplo, que todos se conocen de memoria. Que viven agrupados en familias en las que, además de abuelos, abuelas y mamás, hay animales y plantas que llevan el mismo apellido.

Y qué cosa. A pesar de estar justo justo en el medio del mundo, Pueblito es un lugar muy poco visitado. Hay quienes no van porque opinan que es aburrido: no hay autos, no hay barullo ni graciosas confiterías.

Un día, sin embargo, llegó a Pueblito un señor nada joven, gordo, panzón y con cara de batata. Por todo equipaje traía una cámara fotográfica que colgaba de su cuello y un bolso. Era una mañana de sol y los pueblitenses, al verlo, lo recibieron contentos, con bombos y platillos.

El señor gordo panzón con cara de batata se acercó muy serio.

- Soy un gran empresario. Un réquete recontra empresario que sabe mucho de grandes empresas - dijo con voz distinguida.

Los pueblitenses lo miraron sin entender: no conocían la palabra "empresario", pero igual le ofrecieron ayuda.

- Quiero poner una gran empresa en este lugar - dijo el señor gordo y panzón -. Para eso, tengo que hacerlos famosos.

Los pueblitenses lo escucharon atentos.

- Necesito que me muestren los paisajes de este pueblo y mis fotos se convertirán en postales que el mundo entero verá y querrá conocer.

El presidente de Pueblito señaló la Plaza Central, llena de grandes y chicos pueblitenses y dijo:

- Éste es el paisaje más lindo que tenemos.

Pero el gordo panzón con cara de batata, frunció la nariz como de no gustarle. Y peguntó si no tenían museos, monumentos importantes...

- Aquella piedra donde duermen los pájaros es nuestro monumento nacional - respondieron seguros de éxito los pueblitenses.

Pero el gordo panzón con cara de batata, frunció la nariz como de no gustarle. Y algo enojado preguntó si acaso no tenían mares, palmeras, montes nevados.

- No - dijeron los pueblitenses preocupados por no poder ayudar al extranjero.

- Esto es una porquería - gruñó el señor.

Y los pueblitenses se largaron a llorar amargamente por el insulto.

Las inteligentes mariposas, que son mayoría en Pueblito, vieron lo que pasaba, y entre todas dibujaron sobre el cielo un hermoso paisaje de palmeras y mar. Al instante, cambiaron el dibujo y se volvieron montañas y ríos. Luego mar otra vez.

- ¡Vea eso señor! - dijo el presidente: ¡qué lindo mar! ¡qué palmera tan alta tenemos!

- Ustedes me están embromando. Esas son mariposas - dijo el gordo panzón con cara de batata.

Y con la cámara de fotos y su bolso, empezó a caminar hacia otra parte, abandonando Pueblito. "Esto es una porquería", repetía a gritos mientras se alejaba.

Pero ya nadie podía escucharlo. Los pueblitenses estaban maravillados con los dibujos de las mariposas. Mares, palmeras, montañas, ríos y bosques que, desde ese día, convirtieron a Pueblito en el único lugar del mundo donde, al mismo tiempo, pueden existir todos los climas y paisajes que se imaginan.


FIN

El pañueño de Silvia Schujer

Lo que pasa en la pantalla es terrible. Decir tristísimo es poco. El cine es un mar de sollozos ahogados.

Cuando siente que los ojos se le llenan de lágrimas, Márilin abre la cartera.

Primero extrae un manojo de llaves que apoya sobre su falda. Todas amarradas a un huevo dorado con piedras incrustadas en los polos: el llavero.

Enseguida saca un peine, un cepillo, uno de dientes y un espejito de mano. Después del espejo, sus dedos se estrellan contra un frasco de perfume metido en una bolsa de nailon de esas que usan en los supermercados para pesar verduras.
O las frutas.

Sin quitar un segundo los ojos de la pantalla, Márilin extrae de la cartera un par de anteojos de sol, el estuche, un rouge, una caja de chicles Adams, una billetera, el porta documentos que le regalaron, el rollito de papel higiénico que siempre guarda por si le vienen las ganas de ir al baño en un bar. Cospeles y un sacapuntas.

Cuando su falda queda completamente ocupada aprovecha la butaca de la izquierda que está libre y acomoda la linterna, el encendedor, la agenda, las biromes y el pastillero que aparece en un recodo y días antes ella diera por perdido.

Entre tanto, lo que pasa en la pantalla sigue siendo muy triste.

Márilin siente que la cartera se moja con el agua de los ojos y acaso de su nariz. En una búsqueda a esta altura descorazonada saca una cajita con cuatro cartuchos de tinta lavable, una hebilla con moño, el costurero de bolsillo que le han vendido en el tren. Veinticuatro papeles sueltos con direcciones y teléfonos, tarjetas navideñas de UNICEF, la plantilla de un zapato que le queda grande, el carnet de la pileta, la receta del pedicuro, el monedero con el cierre roto, la agujereadota que equivocadamente se ha llevado de la oficina, las entradas de un concierto al que ya fue, un enchufe de tres patas, caramelos para la tos y dos autitos de carrera del sobrino de una amiga.

Cuando Márilin encuentra su pañuelo, la película ya ha terminado hace quince minutos.


FIN

Una cara muy fea de Gustavo Roldan

El piojo daba vueltas y vueltas y pegaba grandes saltos mortales arriba de la cabeza del ñandú.

-Eh, compadre, ¿qué le anda pasando? Me está haciendo un revoltijo en las plumas.

-Es que estoy ordenando mis ideas, pero ya están a punto. Mire, ahí llega don sapo para resolver mis dudas.

-Lo escucho y contesto como contestador automático. ¿Qué dudas anda teniendo amigo piojo?

-Don sapo, lo que no me puedo imaginar es cómo son esas gentes. ¿Son lindos? ¿Son feos?

-Feos, m’hijo. Muy feos.

-Eh, don sapo, usted siempre dice que no hay que andar criticando, y ahora nos viene con eso…

-Es que no lo digo yo. Es la opinión de ellos mismos.

-¿Dicen que son feos?

-No es que lo digan, pero siempre se andan tapando el cuerpo con trapos de colores. Apenas se dejan sin tapar la cara. Y si se esconden tanto, no debe ser porque se sientan lindos…

-¿Todo el cuerpo tapado? ¿Aunque haga calor?

-Todito, m’hijo. Todo tapado. Y lo peor, tienen que trabajar toda la vida para comprar esos trapos.

-¿Trabajar toda la vida? –dijo el monito sorprendido-.¿Tantos tienen que comprar?

-Muchos. No, muchos no, muchísimos. Compran unos para trabajar, otros para pasear, algunos para usar de día, otros de noche. Unos para los días comunes, otros para los días de fiesta…

-¡Están todos locos!

-No diga eso m’hijo. Si así están contentos…

-Bueno, estarán contentos, pero cómo se deben sentir de feos para hacer todo eso.

-Don sapo –dijo la garza blanca-, ¿y la cara? Porque usted dijo que en lacara no se ponen trapos.

-No, ahí no.

-Entonces no se ven tan fea la cara.

-No crea m’hija, no crea. No se ponen trapos, pero ni le cuento lo que hacen, en especial las mujeres: ¡Se pintan de todos los colores!

-¡Eh, don sapo!, ¿no nos está haciendo un cuento? –dijo el piojo.

-¿Un cuento? ¿Una mentira? ¿Yo? ¿Me creen capaz de andar inventando historias? No, m’hijo, todo lo que digo es cierto. Se pintan la boca, los cachetes, los ojos; de rojo, de verde, de azul, de negro, de cualquier color.

-¿Se pintan toda la cara?

-Toda, y de varios colores a la vez.

-¿Hasta las orejas?

-No, las orejas es lo único que no se pintan.

-Ah, bueno, por lo menos se ven lindas las orejas.

-Yo no dije eso. Dije que no se pintan.

-Por eso, será porque no se las ven tan feas.

-Es que hay otras cosas. No se pintan pero se hacen un agujero y se cuelgan piedritas de colores.

-Don sapo –dijo con un poco de timidez el monito-, usted sabe que nosotros le creemos todo lo que nos cuenta, pero eso de que alguien se haga un agujero en la oreja y se cuelgue piedritas de colores… No, don sapo, eso no puede ser cierto.

-Mire m’hijo, sé que algunos dicen que soy un sapo mentiroso, a lo mejor por alguna mentirita que dije cuando chico, pero ahora estoy hablando enserio. Y el sapo se fue silbando a pegar una zambullida en el río.

Los bichos se quedaron un rato callados, pensando. Después el mono dijo:

-¡Añamembuí! ¡Qué lindo miente don sapo!

-Cierto, -dijo el tapir-, un poco más y me hace creer que en Buenos Aires se agujerean las orejas y se cuelgan piedritas de colores…

-Y bueno –dijo el piojo-, aunque mentiroso, habría que darle un premio por la imaginación que tiene. ¡Pero miren si uno va a creer todas esas cosas!



FIN

Una piedra muy grande de Gustavo Roldán


Esa tarde la lluvia caía y caía y un olor a tierra mojada llenaba el monte.

¡Eh, don sapo! -gritó el piojo desde debajo de la panza del ñandú-. ¡Aquí no nos moja la lluvia! ¡Qué oportunidad para que nos cuente un cuento!

- ¡Un cuento de Buenos Aires, don sapo! ¡Cuéntenos más de Buenos Aires! –pidió la garza blanca.

- ¡Eso, don sapo! –dijo el quirquincho-. ¿Qué les gusta a los que viven allá? ¿Tienen buena tierra? ¿Les gusta el olor de la tierra mojada?

- Son raros, no tienen tierra a mano, los pobres.

- ¿Cómo?


- ¿Qué no tienen tierra?

- ¡No puede ser, don sapo!

- ¡No nos hagas bromas, don sapo! ¡Cómo no van a tener tierra!

- Ya les explico. Tienen que pensar que allá las cosas son diferentes.

- Sí, pero no puedo creer que no tengan tierra.

- Y sin embargo es así. Todo todo es como una piedra muy grande y chata.

- ¿Una piedra muy grande?

- Sí. Tapa todo el suelo.

- ¿Tienen el suelo forrado?

- Sí, pero en el fondo se ve que la tierra les gusta, porque vuelta a vuelta la rompen y hacen grandes pozos, y ahí, debajo de la piedra, tienen tierra.

- ¿Y qué hacen con esa tierra?

- La sacan afuera, la tienen algunos días amontonada y después la vuelven a meter al pozo y la vuelven a tapar con la piedra.

- ¿Y siempre hacen eso?

- Todos los días. Cuando tapan un pozo se van un poco más allá y cavan otro pozo.

- ¿Y después lo tapan otra vez?

- Claro, pero otro poco más allá vuelven a cavar otro pozo.

- ¿Y así toda la vida?

- Parece.

- ¡Pero no tiene sentido, don sapo!

- Mire m’hijo, no se apure a juzgar. Se ve que a ellos les gusta hacerlo, y bueno. Lo que les aseguro es que cavan y cavan y rompen las piedras todo el día.

- Bueno, don sapo, pero lo que no entiendo es por qué no dejan toda esa tierra afuera del pozo y listo. La tienen a mano para toda la vida.

- Es que allá tienen muchas leyes, y parece que la ley dice que tiene que ser así.

- Bueno, unos cavan y cavan. ¿Y qué hacen los otros?

- Se paran y miran dentro del pozo. Se paran y miran. Por eso digo que les gusta la tierra.

- ¡Pobres! ¡Qué mala suerte tener esa piedra arriba! ¡El trabajo que les cuesta!

- Y bueno, amigo piojo, son cosas de la vida. No a todos nos toca la suerte de vivir en el monte.


FIN

Los Dones de Jairo Anibal Niño


Un día nació una brujita y, como ocurre en esos casos, acudieron a verla sus hadas madrinas para hacerle entrega de sus dones.

- ¿Qué gracia le concedemos a esta brujita recién nacida? - preguntó una de ellas.

- El don de hacerse invisible - sugirió un hada de rostro alunado.

- Creo que sería más útil para ella si fuera dotada de la habilidad para preparar filtros de amor - sugirió otra de talle de avispa.

- Yo soy de la opinión de que lo que más le conviene es la gracia de adivinar el pensamiento - dijo un hada que lucía en sus dedos anillos de hielo.

- Insisto en que lo más aconsejable es que adquiera la gracia de hacerse invisible - afirmó el hada de la faz de luna.

Mamá bruja se acercó a las hadas y tímidamente dijo:

- Yo deseo que a mi hija le concedan la gracia de volar.


- ¿Reclamas para tu hija el don del vuelo? - preguntaron al unísono las hadas.

- Sí. Cuando la llevaba en mi vientre, en vez de pataditas daba aletazos. Por lo tanto, estoy segura de que volar es su mayor anhelo.

- Sea - dijeron en coro las hadas.

A la brujita le concedieron la gracia del vuelo.

Años más tarde y no sin esfuerzos, la brujita llegó a ser la comandante de un bellísimo avión Boeing 767.



FIN

Cuento: JUANSADAS por Elsa Bornemann

Había una vez un perro que tenía un hombre que se llamaba Juan. 

Digo que el perro tenía al hombre y no el hombre al perro porque —ciertamente— era así. El dueño del hombre era el mismísimo perro, un bello afgano color champán, al que habían bautizado «Sacha von Mirosnikov» —según constaba en los documentos suscriptos el día en que Juan lo había comprado— y que familiarmente respondía al nombre de Pucho. 

Si bien se afirma que los afganos no suelen ser animales demasiado dotados —salvo en su aspecto físico— este Pucho era la excepción a la regla. Ya de cachorro había empezado a demostrar sus naturales condiciones de líder (líder únicamente de Juan, claro, pero líder al fin). 


El caso es que apenas cumplido su primer año Pucho se había convertido en el verdadero patrón de Juan. No podía comparárselo con el autoritario patrón humano que el muchacho debía soportar en la empresa en la que trabajaba ya que al menos el treinta de cada mes éste retribuía su paciencia con un sueldo bastante generoso, mientras que del Pucho sólo obtenía cansados lengüetazos a cambio de tanta devoción como le rendía. Pruebas de su devoción (entre muchísimas otras que me resultaría fatigoso describir): 

— Juan planificaba todas sus actividades y las cumplía o no de acuerdo con el estado de ánimo de su perro. Por ejemplo, era capaz de faltar al trabajo o de cancelar una cita importante si antes de salir de su casa creía detectar un lastimero «¡No me abandones!» en la mirada del Pucho. En esas ocasiones, le redoblaba las raciones de comida y bailaba, saltaba, brincaba, andaba por los aires y se movía con mucho donaire alrededor de su animal, hasta que le parecía que el desganado le regalaba su mejor sonrisa. 

— Juan sólo volvía a recibir en su casa a las contadísimas personas que lograran conquistarse la simpatía de su perro a primer ladrido, quiero decir, a primera vista (vista del de cuatro patas, por supuesto...). Y como el Pucho era terriblemente celoso, apenas si toleraba la visita de dos o tres amigos de Juan... de dos o uno... bueno... de uno, en realidad, de ese único que aguantaba estoicamente sus gruñidos y las dentelladas dirigidas a sus tobillos cuando llegaba la hora de retirarse. 

«Hablale; explicale que pronto regresarás de visita... Decile que te espere... El pobre sufre porque te vas, quiere retenerte; por eso los mordisquitos... Decile dulcemente: “Esperame, Pucho... Esperame”, le repetía Juan a su único amigo, cada vez que éste se iba, esquivando —a los saltos— las filosas dentelladas del perro e invariablemente con algunas rasgaduras en las botamangas de sus pantalones. 

— Juan se había transformado en un perfecto solterón, rotos sus compromisos de matrimonio con sucesivas señoritas que no le habían caído en gracia al exigente animal. «Si él las rechazó, por algo será...», pensaba Juan, «Su percepción de la naturaleza humana es superior a la mía... ¡Quién sabe de qué brujas me ha librado mi fiel Puchito...!» 

—Juan gastaba el dinero que no tenía —contrayendo pavorosas deudas— para pagar un psicoanalista. 
No; no para tratarse él —como seguramente estarán imaginando— sino para que el médico lo orientara con el propósito de evitarle al Pucho toda causa de stress, de frustraciones, de complejos... 

Concluyo con esta enumeración de pruebas de devoción porque considero que es lo suficientemente elocuente como para que necesite aclararles por qué al principio de este relato aseguré que «había una vez un perro que tenía un hombre...». 

Sin embargo, y por las dudas, agrego que Juan se pone taaan sentimental y dice tantas «juansadas» cuando elogia las cualidades de su animal, que me temo que éste le ordene colocarse un bozal en cualquier momento... 

¡Ah...! y si acabo de aterrizar en el tiempo presente, desde el pasado en el que situé mi narración, se debe a que la singular relación entre Juan y su perro aún persiste. 

¿Qué cómo lo sé? Pues porque yo soy el único testigo de la misma... ese único amigo de Juan... 

Y ahora los dejo. Debo volar hacia la calle con él. Por nada del mundo quiere que me pierda la quinta vuelta del hombre que hago a diario, llevado de su correa... (no me refiero a Juan —obviamente— sino a Bizcocho, mi propio perro...). 

Segundo «¡Ah...!»: y no se trata de que la relación con mi maravilloso can sea parecida a la de mi amigo y su insufrible mascota —nada de eso... 
Sucede que Bizcocho está empeñado en demostrarme que no es menos que un afgano, a pesar de su tamaño insignificante y su dudoso pedigree, y yo no soy quién para contradecirlo: lo comprendo perfectamente. A veces, se me ocurre que sólo me falta ladrar.



FIN ✿◕‿◕✿

El besuqueador de Elsa Bornemann

Le decían «El Besuqueador» o «El Besuquero». ¡Y bien merecido por cierto! 

Aquel muchacho tenía una costumbre rarísima. 
¿Saben cuál? Pues besar a personajes famosos. Se lo pasaba viajando de un lado a otro, en compañía de su fotógrafa particular. Iba llevado —tan sólo— por su deseo de estampar sonoros besos en las mejillas de presidentes, actores, deportistas escritores, músicos, bailarines... 

A cuanto personaje muy conocido lograba acercarse... ¡CHUIC!... le daba un beso. Su fotógrafa particular apresaba aquel momento en su maquinita: ¡CLIC! 


¡Qué feliz se sentía entonces «El Besuquero»! Tanto como cuando —ya de regreso en su casa— contemplaba su colección de fotografías que tapizaban todas las paredes de la vivienda. Ah... En cada una de ellas podía vérselo besando a algún famoso... 

La mayoría de las veces el muchacho no salía muy favorecido que digamos: tales eran las contorsiones que debía hacer para dar sus «besos a la fuerza»...tantos eran los codazos que propinaba para abrirse paso entre el gentío y los guardaespaldas que suelen rodear a los grandes personajes... En síntesis: salía mal en las fotos... por lo general aparecía como un chiflado... pero ese detalle no empequeñecía su felicidad. 

—¿Se da cuenta de la cantidad de gente importante que llevo besada? —le dijo un día a su fotógrafa particular—. ¡Soy tan importante como ellos! 

Y se puso a cantar: 

De mi boquita 
nadie se escapa. 
Besé a una reina, 
también al Papa... 

—¡Bah, bah!, ¡más le convendría hacerse gárgaras de talco, en vez de decir tamañas pavadas! —exclamó –de repente– la fotógrafa, mientras revelaba la última instantánea que le había tomado al Besuqueador, besuqueando al más publicitado futbolista de Mongonesia. 

El muchacho se quedó mudo al escucharla. Aquella joven lo habla acompañado desde el comienzo de sus viajes a través del mundo... Jamás le había hecho ningún comentario... ¿Qué le pasaría? 

—¡Qué le pasa? —le preguntó entonces. 

—Pasa que estoy harta, harrrta de trabajar para usted, un hombre tan pavo... 

—¿Pavo yo? 

—¡Pavísimo! ¡Con esa manía de besar porque sí... y jamás un besito para alguien que lo quiera! Además... ¿a usted quién lo besa? ¡Nadie, nunca, le dio un simple besito de amor! ¡Renuncio a mi empleo! ¡No lo soporto más! Adiós. 

La joven se fue llorando. ¿Por qué lloraría? 

Durante varios meses, el Besuqueador no salió a besuquear, tal era su confusión debido a las palabras de la fotógrafa. 
Encerrado en su casa, pensaba en ellas una y otra vez. 

¡Ah...! pero también pensaba en ella una y otra vez... 

Hasta que un día, sintió que volvía a tener unas enormes ganas de dar un beso... ¿A quién? 

Pues a aquella muchacha anónima. 

Entonces, la llamó por teléfono, le mandó un telegrama y le escribió una carta para decírselo... 

Y el besito que los unió más tarde fue de amor, de verdadero amor... 
Por supuesto, se pusieron de novios y se casaron. 
Poco tiempo después, con todas sus ridículas fotos del pasado, el ex-besuqueador publicó un álbum titulado: 
«CUANDO YO ERA PAVO»...


FIN ✿◕‿◕✿

La "H" pide la palabra de Fabián Sevilla

La letra H está harta de ser silenciosa y sale a buscar un sonido. Pero, durante su viaje, descubrirá algo muy importante…

El Congreso Anual de Vocales y Consonantes se desarrollaba con tranquilidad, cuando la H estiró una mano para pedir la palabra.

—Te escuchamos —le dijo la T, que presidía el encuentro.

La H carraspeó y, sin timidez, expuso:
—¡Estoy harta de ser silenciosa! ¡Quiero sonar!

El alboroto alfabético que se armó fue tremendo. La T llamó al orden y pidió a la H que se explicara mejor.

—Y… sí. Todas tienen sonido. Yo, nada. Chicas, aparezco en palabras tan importantes como “hijo”, “hogar” e incluso “hablar”, pero la gente ni me pronuncia y son pocos los que se acuerdan de mí y me utilizan al escribir. ¡Exijo mi derecho a sonar! Aunque sea parecido a otra letra.

—¿Y yo, qué? Sueno a U o a V. Si estaré en treinta palabras es mucho. Y no me quejo —le retrucó la W.

—No sabés el dilema que es compartir un sonido con otras —dijo la Q mirando de reojo a la C y la K, que asentían con las cabezas.

—A mí me pasa lo mismo. Encima somos víctimas de los horrores de ortografía —agregó la Z que compartía un triste destino con la S y la C.

—¡Yo, en minúscula, tengo punto como la J y no me hago tanto drama! —agregó la I —. Aunque confieso que es injusto que la U a veces se dé el lujo de tener dos y se las tira de ser otra letra.

—Tenés dos patas y dos brazos. Yo no puedo decir lo mismo —le gritó la M que vivía renegando por su parecido con la N y la Ñ, que además tenía sombrerito.

La H seguía emperrada.


—No me importa. Necesito un sonido que me dé personalidad. Dependo del lápiz o la lapicera y eso no es vida. ¿A quién le gusta depender de otro?

El resto del abecedario se miró. Algo de razón tenía. La T volvió a tomar el control.

—¿Qué sonido se te ocurre, querida?

—No sé, me gusta el de la F…

—Ah, no, yo no cedo nada —se excusó la F que ya había batallado con la H por el derecho de la palabra “fierro”, entre otras.

—También me gusta el de la V.

—¿La alta o la petisa?

—La de “vaca” —respondió la H.

—Te entendemos, pero ninguna puede cederte su sonido. Se me ocurre que tendrás que salir a buscarte uno propio —sugirió la D, muy comprensiva.

A la T, la propuesta le pareció aceptable.

—Eso, tenés un año, hasta el próximo congreso, para encontrar un sonido para sonar.

Todas estuvieron de acuerdo. La H fue a su casa, armó las valijas y partió a buscar lo que tanto quería. Se le ocurrió que el viento podría prestarle alguno de sus tantos sonidos. Con bufanda, guantecitos y pasamontaña viajó al Polo Sur, donde el viento tiene su residencia de invierno. Luego de explicarle, el tipo le dijo que encantado, pero no le convenía.
—Si te cedo algún sonido, cuanto te pronuncien van a volar sombreros, papeles, hasta techos. La gente evitará usarte.

A la H le pareció razonable. Se fue a hablar con el mar. 

En malla, ojotas y lentes oscuros, llegó a la playa. Bajo una sombrilla escuchó cómo el mar la convencía de lo poco conveniente de sonar como un choque contra las rocas, un tifón o un maremoto.

—Cada vez que te usen cundirá el pánico.

A la H le sonó coherente. Se fue a ver a las aves. Los pájaros le explicaron que ellos vivían cantando y eso no era apropiado para una letra.

—Imaginate los tímidos. ¿Y los que desafinan? —le dijo un canario— ¿Quién va a usar una letra que suena a cacareo de gallina o graznido de cuervo?

Tenía razón. Así como los animales de la selva, el desierto y la montaña. A los del fondo del mar ni los consultó. El fuego, la música, los insectos hasta las máquinas también lograron convencerla con sus argumentos.

Así, yendo y viniendo, pasó un año. La H seguía sin sonar. Frustrada, se sentó en un paraje solitario y lloró. Entonces, sintió un zumbido que no sonaba pero estaba. Era el silencio. Ni se le había pasado por la cabeza consultarlo. A decir verdad, como causante de su dolor, no podía ni verlo… ni escucharlo.

Al notarla tan decaída, el silencio hizo lo que nunca: habló.

—Yo me sentiría orgullosa de ser silenciosa. No es un defecto, es una virtud.

—Habría que preguntarle a un mudo si piensa lo mismo —le reclamó la H con agresividad.

—Que no suenes no quiere decir que no existas —insistió el otro—. El sol brilla en silencio y a nadie le es indiferente. Las estrellas van y vienen calladitas. ¿Y alguien las olvida? Las flores y las plantas crecen sin conversar. Los artistas crean en silencio y muchas, muchísimas veces, es mejor callarse que decir algo. En silencio se piensa, se ama, se madura, se lee. Los colores y los perfumes no necesitan sonar. A nadie mata el silencio. Es más, detrás de mí hay un universo de emociones y sentimientos que se expresan sin decir ni mu… El silencio es una puerta o una ventana. No es mudo, querida —dijo y se calló.

La H pensó bastante en eso y cuando estuvo nuevamente frente a sus pares alfabéticas, les repitió esos argumentos y comunicó su decisión de seguir sin sonido.
—El silencio significa muchas cosas. Tanto como las palabras —concluyó.

Las otras letras chillaron, gritaron, pero la H no dijo más nada. Solo cuando todas se miraron, en silencio, comprendieron.



FIN ✿◕‿◕✿

Historia de un por qué de Gianni Rodari

Había una vez un Por qué que estaba en la página 819 de un diccionario. Se cansó de estar siempre en el mismo sitio y, aprovechando una distracción del bibliotecario, ¡pies para que os quiero!, mejor dicho: pie para que te quiero, salió saltando a la pata coja sobre la patita de la q. Lo primero que hizo fue fastidiar a la portera.

-¿Por qué no funciona el ascensor? ¿Por qué el administrador de la comunidad no lo manda a arreglar? ¿Por qué no hay luz en el rellano del segundo piso?

La portera tenía que hacer, que responder; a un Por qué tan preguntón, la incomodaba. Lo persiguió con la escoba hasta la calle y le gritó muy enfadada que no volviera nunca más.

-¿Por qué me hecha?- preguntó indignado el Por qué- ¿Porque digo la verdad?... 

Y se fue por el mundo con ese vicio de hacer preguntas, me toman siempre como un impertinente, como si fuera un cobrador de impuestos al que hay huir.

-¿Por qué la gente tira al suelo los papeles en lugar de echarlos en las papeleras que el ayuntamiento pone para eso? ¿Por qué los automovilistas tienen tan poco respeto a los pobres peatones? ¿Por qué los peatones son tan imprudentes?


No era un Por qué, era una ametralladora que disparaba preguntas y no se salvaba nada ni nadie. Por ejemplo, pasaba por delante de una barraca de madera y preguntaba:

-¿Quién vive aquí?
-Un albañil.

-¿Qué es un albañil?
-El que hace casas.

-¿Y por qué si construye casas vive en una barraca?
-Porque no tiene suficiente dinero para pagar alquiler.

-¿Y por qué los alquileres son tan caros?
-Porque sí.

-¿Y por qué sí?

En la jefatura de policía se supo que había un Por qué suelto por ahí, huido de la página 819 del diccionario y que no hacía sino incordiar. Hicieron imprimir su fotografía y la distribuyeron a todos los agentes con esta orden: "Búsquenlo, deténgalo y métanlo a la cárcel".

También hicieron imprimir grandes carteles con su fotografía y los pegaron por todas las esquinas. Al pie escribieron: "100000 Euros y una botella de cerveza a quién nos ayude a capturarlo."

-¿Por qué? - se preguntaba el pobre Por qué chupándose el dedo bajo uno de aquellos carteles-.

-¿Por qué quieres mandarme a la cárcel?

-¿Es que está mal hacer preguntas?

-¿Prohíbe la ley los signos de interrogación?

Busca que te busca, pero nadie logró encontrarlo nunca.

Los guardias de todo el mundo, a pesar de que son millones y hablan muchas lenguas, no han conseguido encontrarlo jamás. Nuestro buen Por qué se ha escondido muy bien, un poco por allí, otro por allá. Está en todas las cosas. En todas las cosas que ves hay un Por qué.


FIN

En la ciudad de Pamplona

En la ciudad de Pamplona hay una plaza. En la plaza hay una esquina. En la esquina hay una casa. En la casa hay una pieza. En la pieza hay ...