De: Óscar Guaramato
I
La maestra rural fue trasladada a
otro pueblo. Nos comunicó la noticia después de haber cantado un viejo himno,
cuando estábamos frente a ella, atentos a sus manos guiadoras del compás. Habló
brevemente. Explicó que desde el lunes tendríamos otra maestra; que ella
pasaría a regentar otra escuela, perdida en la montaña de un remoto caserío, y
recomendó que fuésemos amables con la otra preceptora, por cuanto nosotros
constituiríamos su prueba de fuego, su primer experimento de recién graduada.
Era viernes y atardecía sobre las casas. Pero esto no sucedió ayer ni anteayer.
Ella era la maestra de nuestras primeras letras, hace veinticinco años. Sin
embargo, el tiempo transcurrido no impide que recuerde claramente las cosas
ocurridas aquel día, lo que hicimos en la calle. Fue allí donde noté que había
olvidado mi pizarra y regresé corriendo al salón. Busqué por todas partes y, al
no encontrarla, llamé a mi maestra. Salió y vi sus ojos humedecidos del llanto,
y sin decirme nada me abrazó sollozante. Recuerdo que yo también lloré; que era
viernes, y que el sol muriente lamía en el patio las hojas de un rosal.
II
El domingo la acompañé a la
estación. Yo cargaba su maleta. Fue domingo, a las once de la mañana. La
locomotora tenía un nombre, Gavilán, y resoplaba como un animal cansado. Al
n, un hombre de uniforme gris ordenó a los pasajeros que subieran al tren. Fue
entonces cuando ella me estrechó contra su pecho y me besó en la frente.
Recuerdo claramente su pañuelo blanco aleteando a lo lejos y aquella dulce paz
que me quedó en la cara.
III
La otra señorita tenía pecas y
fumaba mucho. El lunes siguiente se encargó de la escuela. El mismo día que
encontré mi perdida pizarra.
Yo no la oía. Pensaba en mi otra
maestra. Veía su cabello de oro viejo, sus ojos llorosos, sus labios de
frambuesa. Tal vez fue esto lo que me impulsó a escribir en mi pizarra:
“Señorita: yo la quiero mucho”. Lo hice con letra grande, redonda, y rmé al
pie.
Repentinamente una pregunta ‑ flotó en la
sala. Yo no la oí. No hubiera oído nada, a no ser por el codo de un compañero
de pupitre, que me hizo volver en mí. La señorita me miraba ahora, esperando mi
respuesta. No contesté. Ella se acercó y me quitó la pizarra de las manos.
Recuerdo que era lunes y que hacía mucho calor, y que el sol danzaba en el
patio como un conejo rubio.
IV
Yo mismo llevé la nota a mi casa.
En ella se decía la causa de mi expulsión de la escuela rural.
Pasé varios días apenado, vagando
solitario por las riberas del río vecino. Y recuerdo también que me agarré a
trompicones con más de un condiscípulo que me llamó “pica flor de alero”.
Un día cualquiera me enviaron a
una escuela de la ciudad.
Pero nunca llegué a referir que lo
escrito era para mi otra maestra: la del pañuelo blanco, la del cabello de oro
viejo y labios de frambuesa. La del primer beso
No hay comentarios.:
Publicar un comentario