lunes, 1 de octubre de 2018

La otra señorita




De:  Óscar Guaramato

I
La maestra rural fue trasladada a otro pueblo. Nos comunicó la noticia después de haber cantado un viejo himno, cuando estábamos frente a ella, atentos a sus manos guiadoras del compás. Habló brevemente. Explicó que desde el lunes tendríamos otra maestra; que ella pasaría a regentar otra escuela, perdida en la montaña de un remoto caserío, y recomendó que fuésemos amables con la otra preceptora, por cuanto nosotros constituiríamos su prueba de fuego, su primer experimento de recién graduada. Era viernes y atardecía sobre las casas. Pero esto no sucedió ayer ni anteayer. Ella era la maestra de nuestras primeras letras, hace veinticinco años. Sin embargo, el tiempo transcurrido no impide que recuerde claramente las cosas ocurridas aquel día, lo que hicimos en la calle. Fue allí donde noté que había olvidado mi pizarra y regresé corriendo al salón. Busqué por todas partes y, al no encontrarla, llamé a mi maestra. Salió y vi sus ojos humedecidos del llanto, y sin decirme nada me abrazó sollozante. Recuerdo que yo también lloré; que era viernes, y que el sol muriente lamía en el patio las hojas de un rosal.

II

El domingo la acompañé a la estación. Yo cargaba su maleta. Fue domingo, a las once de la mañana. La locomotora tenía un nombre, Gavilán, y resoplaba como un animal cansado. Al ­ n, un hombre de uniforme gris ordenó a los pasajeros que subieran al tren. Fue entonces cuando ella me estrechó contra su pecho y me besó en la frente. Recuerdo claramente su pañuelo blanco aleteando a lo lejos y aquella dulce paz que me quedó en la cara.


III
La otra señorita tenía pecas y fumaba mucho. El lunes siguiente se encargó de la escuela. El mismo día que encontré mi perdida pizarra.

Yo no la oía. Pensaba en mi otra maestra. Veía su cabello de oro viejo, sus ojos llorosos, sus labios de frambuesa. Tal vez fue esto lo que me impulsó a escribir en mi pizarra: “Señorita: yo la quiero mucho”. Lo hice con letra grande, redonda, y ­ rmé al pie.

 Repentinamente una pregunta ‑ flotó en la sala. Yo no la oí. No hubiera oído nada, a no ser por el codo de un compañero de pupitre, que me hizo volver en mí. La señorita me miraba ahora, esperando mi respuesta. No contesté. Ella se acercó y me quitó la pizarra de las manos. Recuerdo que era lunes y que hacía mucho calor, y que el sol danzaba en el patio como un conejo rubio.

 IV
Yo mismo llevé la nota a mi casa. En ella se decía la causa de mi expulsión de la escuela rural.
Pasé varios días apenado, vagando solitario por las riberas del río vecino. Y recuerdo también que me agarré a trompicones con más de un condiscípulo que me llamó “pica flor de alero”.

Un día cualquiera me enviaron a una escuela de la ciudad.

Pero nunca llegué a referir que lo escrito era para mi otra maestra: la del pañuelo blanco, la del cabello de oro viejo y labios de frambuesa. La del primer beso

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