EL
BORRACHO
Por Olga Carrera
-“Me
llamo Juan y… ¡soy un borracho!”
Afirmé con osadía, proyectando mi voz
hasta el fondo mismo del espacioso salón.
Fue una humillante admisión,
hecha delante de un grupo de hombres y mujeres que hasta hacía una
semana eran perfectos desconocidos para mí.
Ese día confesé en público un doloroso secreto que me rasgaba el alma. Ese
día doblegué mi orgullo ante otros y - más importante aún- ante mí mismo.
-“Comencé a beber cuando tenía trece años – continué con mi
explicación- y durante treinta años, he vivido jactándome de
mi tolerancia por el alcohol.
Al
principio fue una travesura. Cuando mi
padre se reunía a jugar dominó con sus amigos, no faltaban tragos que
acompañaran el juego. Los veía divertirse
y reírse a carcajadas. En mi mente de
niño, no cabía duda que la bebida los ponía contentos. Cada vez que terminaba una partida de dominó,
mi padre y sus amigos salían a la calle cantando y bromeando, dejando sobre la
mesa numerosas botellas con residuos de licor. Yo me remataba lo que ellos
dejaban y satisfacía así mi curiosidad.
Con
el tiempo ya no me conformé con terminar bebidas comenzadas y empecé a robar
botellas completas de la despensa de mi padre.
De adolescente, me sentía el más macho entre mis compañeros. Cada vez
que me ufanaba con mis historias de bebedor, percibía admiración en sus miradas.
De
adulto, descubrí tristemente que la botella era mi mejor compañera. Era la única que me consolaba en mis
desdichas, la única que me ayudaba a olvidar.
Ya no era un bebedor social. Mi
gusto por la bebida había pasado de hábito a obsesión. Mis pocos ratos de
sobriedad sólo servían para entrar en profundos estados depresivos que
únicamente se aliviaban con… con más alcohol.
Mi
trabajo como representante de ventas, en una empresa internacional, no ayudaba
para nada mi situación. Contaba con la libertad de cargar comidas y bebidas a
la cuenta de la compañía, sin limitaciones económicas. Con cada comida, un
trago...
Siempre
supe que estaba bebiendo en exceso, pero era más fácil culpar a alguien más: a
mi mujer por su voz chillona, a mis hijos por sus peleas continuas, o a mi jefe por no saber reconocer mis
talentos.
Mi
vida no tenía rumbo…”
Hice una breve pausa. Por un momento olvidé que un grupo silencioso
de espectadores escuchaba mi relato con atención… sus miradas fijas en mi
persona. Tomé un sorbo de agua, aclaré la voz y continué.
“Un
día perdí mi empleo... Mi matrimonio estuvo al borde del fracaso. Mi mujer tuvo que salir a trabajar y yo me
quedaba en casa con los niños. Nunca los
atendí bien. Me mantenía borracho. Vivía
desconectado. No sabía si comían, ni si
hacían tareas… o si estaban en la casa o en la calle. Mi mujer estaba al tanto… los niños le
contaban… así que comenzó a esconder las botellas. Ella nunca sospechó que yo tenía mi propia
despensa. Mis amigos se habían encargado
de reabastecerme de botellas en un gesto de solidaridad, cuando me despidieron del trabajo.
Las
risotadas propias de mis borracheras eran de la boca para afuera… Nadie imaginaba la profunda tristeza que me
embargaba. Mi familia nunca apreció las
cosas buenas que hice… Yo sé que alguna cosas buenas sí hice. Ellos solamente eran
capaces de ver mis defectos. Me sentía
solo, inclusive cuando estaba rodeado de gente. Todos me ignoraban y me
despreciaban. Mi familia y mis amigos se acostumbraron a mi modo de vida y así
lo aceptaron.
Yo
sabía que tenía que sobrevivir, y por eso me prometí mejorar.
Una
mañana, me levanté temprano, me bañé, me afeité y salí de nuevo a buscar
trabajo. Como las ventas habían sido mi fuerte, no tardé mucho en conseguir un
concesionario de vehículos interesado en un vendedor. Los dueños creyeron en mí y me dieron
empleo.
Juro
que traté. Hice todo lo posible por
mantenerme sobrio. Procuré concentrarme
en mis nuevas responsabilidades. El reto
de un trabajo nuevo afinaba mis sentidos.
A duras penas me mantuve sobrio durante una semana. Luego comencé a beber de nuevo. Esta vez con más fuerzas.
Mi
lucha se intensifica por las noches, cuando nadie me ve. Amanezco deshidratado. Pero la deshidratación
es una condición normal en mí. Aunque
trato de limitar los tragos, no puedo
abstenerme por completo de la bebida.
Descubrí
este grupo a través de un compañero de trabajo. El observó mi increíble
capacidad por ingerir alcohol…y quiso ayudarme.
Me
llamo Juan y soy un borracho… con la esperanza de cambiar y de rehacer algún
día mi vida…”
Escuché sus aplausos. Respiré profundamente y tomé asiento.
Éste fue el primer paso. Ese día pasé
por lo más difícil que era admitir mi enfermedad. Hoy vivo 24 horas sin
beber. Luego otras 24. No hay medicinas para curar mi mal. La curación está en mí.
Sé que habrá tentaciones. Caeré y me levantaré...Lucharé contra viento
y marea para lograr mi objetivo: La
sobriedad absoluta.
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