lunes, 20 de abril de 2020

EL BORRACHO por Olga Carrera


EL BORRACHO  


Por Olga Carrera


-“Me llamo Juan y… ¡soy un borracho!”

Afirmé con osadía, proyectando mi voz hasta el fondo mismo del espacioso salón.  Fue una humillante admisión,  hecha delante de un grupo de hombres y mujeres que hasta hacía una semana eran perfectos desconocidos para mí.  Ese día confesé en público un doloroso secreto que me rasgaba el alma. Ese día doblegué mi orgullo ante otros y - más importante aún-  ante mí mismo.

-“Comencé a beber cuando tenía trece años – continué con mi explicación-  y  durante treinta años, he vivido jactándome de mi tolerancia por el alcohol. 

Al principio fue una travesura.  Cuando mi padre se reunía a jugar dominó con sus amigos, no faltaban tragos que acompañaran el juego.  Los veía divertirse y reírse a carcajadas.  En mi mente de niño, no cabía duda que la bebida los ponía contentos.  Cada vez que terminaba una partida de dominó, mi padre y sus amigos salían a la calle cantando y bromeando, dejando sobre la mesa numerosas botellas con residuos de licor. Yo me remataba lo que ellos dejaban y satisfacía así mi curiosidad.

Con el tiempo ya no me conformé con terminar bebidas comenzadas y empecé a robar botellas completas de la despensa de mi padre.  De adolescente, me sentía el más macho entre mis compañeros. Cada vez que me ufanaba con mis historias de bebedor, percibía  admiración en sus miradas.

De adulto, descubrí tristemente que la botella era mi mejor compañera.  Era la única que me consolaba en mis desdichas, la única que me ayudaba a olvidar.   Ya no era un bebedor social.  Mi gusto por la bebida había pasado de hábito a obsesión. Mis pocos ratos de sobriedad sólo servían para entrar en profundos estados depresivos que únicamente se aliviaban con… con más alcohol.

Mi trabajo como representante de ventas, en una empresa internacional, no ayudaba para nada mi situación. Contaba con la libertad de cargar comidas y bebidas a la cuenta de la compañía, sin limitaciones económicas. Con cada comida, un trago...

Siempre supe que estaba bebiendo en exceso, pero era más fácil culpar a alguien más: a mi mujer por su voz chillona, a mis hijos por sus peleas continuas,  o a mi jefe por no saber reconocer mis talentos. 

Mi vida no tenía rumbo…”

Hice una breve pausa.  Por un momento olvidé que un grupo silencioso de espectadores escuchaba mi relato con atención… sus miradas fijas en mi persona. Tomé un sorbo de agua, aclaré la voz y continué.

“Un día perdí mi empleo... Mi matrimonio estuvo al borde del fracaso.  Mi mujer tuvo que salir a trabajar y yo me quedaba en casa con los niños.  Nunca los atendí bien.  Me mantenía borracho. Vivía desconectado.  No sabía si comían, ni si hacían tareas… o si estaban en la casa o en la calle.  Mi mujer estaba al tanto… los niños le contaban… así que comenzó a esconder las botellas.  Ella nunca sospechó que yo tenía mi propia despensa.  Mis amigos se habían encargado de reabastecerme de botellas en un gesto de solidaridad,  cuando me despidieron del trabajo.

Las risotadas propias de mis borracheras eran de la boca para afuera…  Nadie imaginaba la profunda tristeza que me embargaba.  Mi familia nunca apreció las cosas buenas que hice… Yo sé que alguna cosas buenas sí hice. Ellos solamente eran capaces de ver mis defectos.  Me sentía solo, inclusive cuando estaba rodeado de gente. Todos me ignoraban y me despreciaban. Mi familia y mis amigos se acostumbraron a mi modo de vida y así lo aceptaron. 

Yo sabía que tenía que sobrevivir, y por eso me prometí mejorar.

Una mañana, me levanté temprano, me bañé, me afeité y salí de nuevo a buscar trabajo. Como las ventas habían sido mi fuerte, no tardé mucho en conseguir un concesionario de vehículos interesado en un vendedor.  Los dueños creyeron en mí y me dieron empleo. 

Juro que traté.  Hice todo lo posible por mantenerme sobrio.  Procuré concentrarme en mis nuevas responsabilidades.  El reto de un trabajo nuevo afinaba mis sentidos.  A duras penas me mantuve sobrio durante una semana.  Luego comencé a beber de nuevo.  Esta vez con más fuerzas.

Mi lucha se intensifica por las noches, cuando nadie me ve.  Amanezco deshidratado. Pero la deshidratación es una condición normal en mí.  Aunque trato de limitar los tragos,  no puedo abstenerme por completo de la bebida.

Descubrí este grupo a través de un compañero de trabajo. El observó mi increíble capacidad por ingerir alcohol…y quiso ayudarme.

Me llamo Juan y soy un borracho… con la esperanza de cambiar y de rehacer algún día mi vida…”

Escuché sus aplausos.  Respiré profundamente y tomé asiento. 

Éste fue el primer paso. Ese día pasé por lo más difícil que era admitir mi enfermedad. Hoy vivo 24 horas sin beber.  Luego otras 24.  No hay medicinas para curar mi mal.  La curación está en mí. 

Sé que habrá tentaciones.  Caeré y me levantaré...Lucharé contra viento y marea para lograr mi objetivo:  La sobriedad absoluta.


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