domingo, 19 de abril de 2020

UN ALTO EN EL CAMINO por Olga Carrera


UN ALTO EN EL CAMINO 

Por Olga Carrera

Un profundo vacío embargaba mi alma y no sabía cómo combatirlo. No podia explicar el  origen de esa persistente tristeza. Tenía un hogar feliz, contaba con salud y con un trabajo bien remunerado; sin embargo, mi abatimiento comenzaba a convertirse en un oscuro secreto que prefería no compartir con nadie.  Había perfeccionado el arte de sonreír con la cara sin involucrar el corazón.

Miré por la ventana de mi alcoba y observé una naturaleza hermosa y exuberante.  El sol había salido a saludarme.  Las chicharras cantaban alegres cobijadas en el follaje de los  árboles. Pero mi alma insistía en la soledad.  A pesar de que hacía muchos años que no rezaba, salió de mi boca una tímida oración. Pedí a Dios que iluminara mi vida y que no me dejara ahogarme en mi depresión. 

- Mami- dijo mi hija Rocío interrumpiendo mis pensamientos- hoy comenzó nuestra catequesis para hacer la Primera Comunión.

Observé el regocijo que emanaba de mi hija de 7 años y recordé la ilusión que había colmado mi propia alma cuando era yo la que, en mi inocencia de niña, se preparaba para recibir ese mismo sacramento.  Todo parecía mágico. El propio Jesús vendría a quedarse conmigo.  Debía preparar mi alma y mantenerla limpia para recibir a ese visitante tan especial.

-¡Hay que ser niño para creer y sentir de ese modo!- especulé – En la medida en que nos hacemos adultos perdemos la habilidad de sentir el hechizo que nos transmite la fe.
En efecto, mi fe se había enfriado y mi crianza, con todos sus rezos y ritos religiosos, era ahora parte de un pasado lejano.

-Dice mi catequista que hay que ir a misa todos los domingos- Anunció Rocío durante la cena.  Seguidamente preguntó con genuina curiosidad –Mami, papi.. ¿Por qué nosotros nunca vamos a la iglesia?
No encontré una respuesta satisfactoria.. ni siquiera pude pensar en una buena excusa.  Simplemente le ofrecí a mi hija llevarla a la iglesia las veces que fuera necesario.

Durante nuestra primera visita al templo me sentí extraña… como si no tuviese derecho a sentarme en las largas bancas de madera oscura.  Sentí que no merecía deleitarme de los destellos multicolores que se desprendían de los grandes vitrales que decoraban la capilla. Sentí que no era para mí el aire de paz y solitud que se respiraba en aquel lugar.  Comenzó el rito y todo volvía a ser familiar.  Reconocía cada rezo y cada lectura, pero mi mirada se distrajo ante la imponencia del Cristo crucificado, ubicado en lo alto del altar.  Sin haberlo planeado, me encontré elevando una oración de acción de gracias.

En poco tiempo comencé a anticipar mis visitas al templo.  Ya no representaban un compromiso con mi hija.  Mis motivos estaban cambiando y comenzaba a surgir en mí la necesidad de recogerme en oración. Fue en una de esas visitas que encontré un folleto sobre cursillos de cristiandad que despertó en mí la necesidad de participar… y así lo hice.

El cursillo duró tres días.  Tal como informara el folleto, no era un curso teórico ni un retiro espiritual…era una experiencia de vida. Se respiraba un clima de alegría y fraternidad…. el ambiente perfecto para experimentar una verdadera renovación.  El último día, mientras preparaba mi maleta para regresar a casa, vinieron a mi memoria las imágenes de aquella primera oración que pronunciara en mi alcoba, pidiendo a Dios que iluminara mi vida y que me ayudara a salir de ese abatimiento que me torturaba.

Solamente entonces caí en cuenta de que mi súplica no sólo había sido escuchada, sino que mi pequeña hija había servido de instrumento facilitador para mi tan deseada transformación.

Un alto en el camino era todo lo que necesitaba para enderezar mis cargas...


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