UN
ALTO EN EL CAMINO
Por
Olga Carrera
Un
profundo vacío embargaba mi alma y no sabía cómo combatirlo. No podia explicar
el origen de esa persistente tristeza.
Tenía un hogar feliz, contaba con salud y con un trabajo bien remunerado; sin
embargo, mi abatimiento comenzaba a convertirse en un oscuro secreto que
prefería no compartir con nadie. Había
perfeccionado el arte de sonreír con la cara sin involucrar el corazón.
Miré
por la ventana de mi alcoba y observé una naturaleza hermosa y exuberante. El sol había salido a saludarme. Las chicharras cantaban alegres cobijadas en
el follaje de los árboles. Pero mi alma
insistía en la soledad. A pesar de que
hacía muchos años que no rezaba, salió de mi boca una tímida oración. Pedí a
Dios que iluminara mi vida y que no me dejara ahogarme en mi depresión.
-
Mami- dijo mi hija Rocío interrumpiendo mis pensamientos- hoy comenzó nuestra
catequesis para hacer la Primera Comunión.
Observé
el regocijo que emanaba de mi hija de 7 años y recordé la ilusión que había
colmado mi propia alma cuando era yo la que, en mi inocencia de niña, se
preparaba para recibir ese mismo sacramento.
Todo parecía mágico. El propio Jesús vendría a quedarse conmigo. Debía preparar mi alma y mantenerla limpia
para recibir a ese visitante tan especial.
-¡Hay
que ser niño para creer y sentir de ese modo!- especulé – En la medida en que
nos hacemos adultos perdemos la habilidad de sentir el hechizo que nos
transmite la fe.
En
efecto, mi fe se había enfriado y mi crianza, con todos sus rezos y ritos
religiosos, era ahora parte de un pasado lejano.
-Dice
mi catequista que hay que ir a misa todos los domingos- Anunció Rocío durante
la cena. Seguidamente preguntó con
genuina curiosidad –Mami, papi.. ¿Por qué nosotros nunca vamos a la iglesia?
No
encontré una respuesta satisfactoria.. ni siquiera pude pensar en una buena
excusa. Simplemente le ofrecí a mi hija
llevarla a la iglesia las veces que fuera necesario.
Durante
nuestra primera visita al templo me sentí extraña… como si no tuviese derecho a
sentarme en las largas bancas de madera oscura.
Sentí que no merecía deleitarme de los destellos multicolores que se
desprendían de los grandes vitrales que decoraban la capilla. Sentí que no era
para mí el aire de paz y solitud que se respiraba en aquel lugar. Comenzó el rito y todo volvía a ser familiar. Reconocía cada rezo y cada lectura, pero mi
mirada se distrajo ante la imponencia del Cristo crucificado, ubicado en lo
alto del altar. Sin haberlo planeado, me
encontré elevando una oración de acción de gracias.
En
poco tiempo comencé a anticipar mis visitas al templo. Ya no representaban un compromiso con mi
hija. Mis motivos estaban cambiando y
comenzaba a surgir en mí la necesidad de recogerme en oración. Fue en una de
esas visitas que encontré un folleto sobre cursillos de cristiandad que
despertó en mí la necesidad de participar… y así lo hice.
El
cursillo duró tres días. Tal como
informara el folleto, no era un curso teórico ni un retiro espiritual…era una
experiencia de vida. Se respiraba un clima de alegría y fraternidad…. el
ambiente perfecto para experimentar una verdadera renovación. El último día, mientras preparaba mi maleta
para regresar a casa, vinieron a mi memoria las imágenes de aquella primera
oración que pronunciara en mi alcoba, pidiendo a Dios que iluminara mi vida y
que me ayudara a salir de ese abatimiento que me torturaba.
Solamente
entonces caí en cuenta de que mi súplica no sólo había sido escuchada, sino que
mi pequeña hija había servido de instrumento facilitador para mi tan deseada
transformación.
Un
alto en el camino era todo lo que necesitaba para enderezar mis cargas...
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