domingo, 26 de abril de 2020

EL SEPTIMO DIA DE LA SEMANA por Olga Carrera


EL SEPTIMO DIA DE LA SEMANA 

Por Olga Carrera

El séptimo día de la semana era para descansar y para alabar a Dios. Cumplíamos religiosamente con el primer mandamiento de la Santa Madre Iglesia: “Escucharás misa entera todos los domingos y fiestas de guardar”.  La misa era larga y aburrida. Por un lado, no se entendía nada porque todas las oraciones eran en latín.  Y, por otro lado, el cura ni siquiera nos miraba, sino que se colocaba de espaldas a los fieles, de cara al altar, separado físicamente de la congregación por una larga baranda de mármol que servía también como reclinatorio a la hora de la comunión.

Por suerte, nuestras misas privadas eran mucho más divertidas que las de la Iglesia de San Antonio María Claret. Mis hermanos y yo nos reuníamos  en el patio de la casa y jugábamos a ir a misa. Eduardo, mi hermano mayor, se paraba de espaldas al resto de nosotras, las hermanas, dando cara a la pared. Abría sus brazos solemnemente, como un mismo Cristo crucificado y decía cantadito: 
- “Dominuuum bobiiiiiscuuuum”.
 Y nosotras contestábamos a coro:
- “E con epiritu tuuuuuuo”

Nuestra asamblea estaba compuesta por un grupo selecto de feligreses que se sentaba en un banco de bloques, ubicado entre los matorrales.  Siempre nos sentábamos en el mismo orden: Primero Alejandrina, mi hermana mayor.  A su lado, calladito se sentaba Argenis, su muñeco preferido.  Después Gloria, con su muñeco Gerardo, y luego yo con Rolando…  En el banco de bloques, solamente cabíamos nosotros seis.  La mitad de los asistentes éramos de carne y hueso, y la otra mitad era de goma, con ojitos de vidrio azul.

Un día nuestro hermano nos dio la sorpresa de que había decidido ser sacerdote de verdad.  ¡Yo no podía creerlo!.. El era un niño como nosotras y ya sabía exactamente qué quería hacer con su vida.  ¡Yo ni siquiera sabía que quería hacer la semana siguiente!. 

Me sentí orgullosa de mi hermano, pero en ese momento no me percaté de las implicaciones de su madura decisión.  Al poco tiempo, lo separaron de nosotras y se lo llevaron a vivir a un palacio enmurallado, en el centro de la Ciudad capital. Nos quedamos solas mis hermanas y yo, en compañía de nuestros muñecos y con la ilusión de ir a visitar a Eduardo al seminario. El séptimo día tomó un nuevo significado en nuestras vidas. Seguíamos cumpliendo con nuestras responsabilidades religiosas, pero el domingo era ahora el día en que visitábamos a nuestro hermano seminarista.

El Seminario Interdiocesano de Caracas no era precisamente un sitio atractivo. Estaba rodeado de  altos muros grises, que impedían formarse siquiera una vaga idea de cómo era el lugar en su interior. Con puntualidad alemana comenzaban a salir los seminaristas del edificio del internado. Encabezando la procesión, un cura no muy alto con un característico peladito en la coronilla de su cabeza.  Los jóvenes salían en absoluto silencio e iban mezclándose entre los familiares hasta encontrar a su grupo. Cuando mami finalmente divisaba a Eduardo, se le aguaban los ojos de la emoción. Una semana completa sin ver a su niño. A mí también me alegraba mucho volver a verlo y poder constatar con mis propios ojos de que estaba bien. Yo tenía mis dudas de que alguien pudiera ser feliz en ese ambiente tan sobrio y tan austero. Nos sentábamos todos a escuchar el rosario de preguntas que papi y mami tenían para Eduardo.  Y en el medio de la conversación, yo perdía interés en el tema y mis pensamientos deambulaban libres, por los espaciosos corredores del seminario. 

Aunque ya no vivíamos bajo el mismo techo, nuestras vidas seguían su curso en paralelo.  Al igual que nosotras, Eduardo estudiaba por el currículo oficial del Ministerio de Educación, tomando los mismos cursos que los niños que íbamos a colegios regulares. Hacía tareas, al igual que nosotras. Hacía deportes, al igual que nosotras.  Para el día de las madres, nosotras confeccionábamos mantelitos de piqué bordados en punto cruz.  Eduardo preparaba ramilletes espirituales.

Cuando Eduardo venía de visita a la casa, lo mirábamos con respeto y curiosidad.  En lugar de contagiarlo con nuestro desorden y con nuestras ocurrencias, su presencia nos volvía más silenciosos que de costumbre y nos cuidábamos de adoptar mejores modales.  Todos estábamos creciendo y cambiando. Nadie podía evitar que esa larga separación afectara nuestra relación de hermanos.  El mismo Joselito, de unos cuatro años de edad, comenzaba a mostrar características de una personita madura, independiente e inteligente.  Al igual que su hermano mayor, Joselito parecía tener muy claro en su mente lo que quería ser cuando fuera mayor. 
- “Yo también voy a ser padre”- afirmaba nuestro hermanito menor- Pero de familia!” – aclaraba con picardía, esbozando una tierna sonrisa.

Todos habíamos aceptado el hecho de que era la voluntad de Dios tener un sacerdote en la familia. Pasaron cuatro largos años y la rutina nunca cambió.  El séptimo día de la semana era para alabar a Dios y para visitar a Eduardo.

Un día recibimos la insólita noticia de que nuestro hermano se regresaba a vivir con nosotros.  Fue una mezcla de sorpresa, con alegría e incredulidad.  Nuestros padres respetaron su decisión pero sus rostros reflejaban un cierto aire de tristeza y de decepción. Para ellos era un gran orgullo el que uno de sus hijos hubiese recibido el llamado de Dios.  Y si es por mí, ¿qué puedo decir? yo no podía disimular la alegría que brotaba de mi corazón…Cierto que habíamos perdido la oportunidad de compartir juntos las experiencias de la niñez, pero  todavía teníamos nuestra adolescencia por delante!  Tener un hermano mayor en la casa abría las puertas a nuevas y emocionantes aventuras.  Estos niños, separados a raíz de una decisión madura de un chico de 12 años, habían vuelto a convivir como hermanos a raíz de otra madura y difícil decisión de un chico de 16. Y mi premonición de niña fue cierta: compartimos, convivimos, nos quisimos, nos peleamos y fuimos de nuevo hermanos  “normales”. 

Con el pasar de los años, el séptimo día de la semana sufrió profundos cambios. Se acabaron los paseos en familia al Parque. Se acabaron las visitas al seminario. Se acabaron los ramilletes espirituales y los mantelitos bordados a mano.   Sin embargo, otras cosas permanecieron intactas: El séptimo día continuó siendo un día para descansar y para alabar a Dios.

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