SUS OJOS
Por Olga Carrera
- Enrique -Me dijo la
profesora Gertrudis- por favor, acerca tu pupitre al de Sonia.
Escuché claramente las risitas burlonas provenientes del
fondo del salón. Llevé mi mano a la nuca, pretendiendo rascarme la cabeza y les
hice una señal con el dedo del medio a mis compañeros de clases. Las risitas se acentuaron.
Luego obedecí sin titubear… y sin entender. Rodé
ruidosamente mi pupitre y lo coloqué al lado del de Sonia, la alumna nueva.
Ahora que la tenía cerca, la detallé con curiosidad. Parecía bastante mayor que el resto de
nosotros. El promedio de los estudiantes
de cuarto año de secundaria, teníamos 16 años.
Sonia con seguridad pasaba de 20.
Recuerdo claramente que no era
una mujer atractiva… Para colmo, usaba ridículos anteojos oscuros,
pasados de moda, que no la favorecían en lo más mínimo. Su figura era
corpulenta y caminaba con dificultad. Había notado que apoyaba completamente un
pie en el piso, antes de levantar el otro.
Cuando mis amigos y yo la vimos por primera vez, no tardamos mucho en
conseguir un apodo para ella: “robot”. Y
ahora, para mi vergüenza, la profe me pedía que trabajara en equipo con esta
muchacha.
La profesora Gertrudis puso orden y comenzó la clase. Yo me apuré a sacar mi cuaderno de apuntes y
mi lápiz. Para mi sorpresa, en lugar de un cuaderno, Sonia colocó sobre
su pupitre una tablilla rectangular y colocó encima de ésta una hoja
papel. En lugar de un lápiz, sacó de su
bolso un punzón, con perilla de madera, y comenzó a hacer múltiples huequitos
en el papel, a una velocidad asombrosa.
Observé intrigado como lo perforaba de derecha a izquierda.
Después de una larga explicación sobre la geografía de
nuestra región, la profesora comenzó a
escribir en la pizarra. Y en ese instante Sonia paró en seco su trabajo...
Aparentemente, aquí comenzaba mi función de ayudante.
-¿Qué está escribiendo la profesora?- me preguntó al oído.
Sin disimular mi desconcierto, comencé a dictarle lo que
veía en la pizarra, con lo que Sonia reanudó animadamente su faena con el
punzón. De a rato en rato, volteaba la hoja y paseaba suavemente la yema de su
dedo índice sobre el dorso del papel. Así “leía” lo que acababa de “escribir”. Yo
estaba totalmente embelesado con cada uno de sus ágiles movimientos.
A la hora del receso, me reuní de nuevo con mis amigos,
quienes no perdieron tiempo en encontrarle el chiste a mi situación.
-Entonces, Enrique… ¿Cuándo vas a presentarnos a tu novia?
-¡Qué suerte la tuya, hombre!… ¡Qué envidia!
Se rieron de mí y yo reí con ellos…
Confieso que en aquel momento me pareció todo muy divertido;
pero hoy sé que en el fondo me molestaban sus burlas. Aunque acababa de conocer a Sonia, despertó
en mí una admiración instantánea hacia ella.
La siguiente clase, pasado el receso, era dictada por un
profesor diferente. Nuestros pupitres permanecían unidos. Por un momento, tuve
la tentación de colocarlos en su lugar, para poder así zafarme de mi nueva
obligación. Pero no tuve valor… y
también durante esta clase me encargué de dictarle a Sonia todo lo que el
profesor escribía en la pizarra.
Con el pasar de los días mi función se fue haciendo oficial.
Tanto los profesores como alumnos esperaban que fuera yo quien ayudara a Sonia
en todas las clases.
Durante conversaciones informales con mi nueva amiga, me
enteré que era legalmente ciega. Había
cursado sus estudios primarios en una escuela especial para ciegos, donde
aprendió a leer y escribir con el sistema de escritura Braille. Sin embargo, una vez terminada la primaria,
no pudo continuar sus estudios, ya que en nuestra ciudad no existían escuelas
secundarias para ciegos. Después de
varios de años de tutoría privada, sus padres habían decidido inscribirla en un
colegio regular. Sabían que este cambio representaría un gran reto para ella,
pero conocían la tenacidad. Su secreto era la perseverancia unida al apoyo
incondicional de su familia. Un día me
contó que todas las tardes, después de clases, su hermano le leía las
lecciones, ella las grababa y luego las
escuchaba cuantas veces fuese necesario.
Nuestro acercamiento, inicialmente forzado, pronto se convirtió
en una amistad genuina.
Pasaron varias semanas antes de que me sintiera
suficientemente cómodo para preguntarle lo que más me intrigaba de ella: el motivo de su ceguera.
- Es congénita- contestó - Por uno de mis ojos no veo nada,
porque es artificial. Por el otro
solamente veo sombras. Sé que eres alto y que tienes el pelo oscuro. Puedo ver
tu silueta, pero no puedo verte en detalle.
Tengo que caminar con cuidado porque no distingo lo que me rodea.
Entonces se quitó los lentes oscuros y me dejó ver sus ojos.
Observé que, en efecto, uno de ellos no tenía vida. Era de vidrio. El otro era
natural, pero tenía un iris pequeño, apenas más grande que su pupila, el cual
se movía sin cesar, en un constante temblor.
- Imposible poder enfocar con un ojo tan inquieto- pensé
Reflexioné sobre mi propia fortuna. Siempre entendí que
nuestros ojos son el foco del aprendizaje. Con ellos observamos, leemos,
miramos. También reflejan nuestras
emociones. A través de ellos
transmitimos amor, ira, tristeza, temor. Nuestros ojos son, simple y
llanamente, el espejo del alma.
La realidad de Sonia era totalmente diferente a la mía. A falta de poder ver y observar, sus ojos la
abandonaban a las sombras. Era su cerebro creativo el que le permitía crear un
mundo interior imaginario... Y, en lugar
de reflejar emociones, sus ojos eran distantes, fríos e inexpresivos.
Recuerdo que para mí fue sumamente fácil mirar a través de
ese ojo imperfecto y descubrir el alma de un ser humano maravilloso, sencillo,
ocurrente y tremendamente inteligente. Para vergüenza del resto de nosotros, Sonia
terminó la secundaria arrasando con todos los honores académicos. Su plan era continuar estudios superiores en
pedagogía. Su sueño era ambicioso. No tenía idea -consideradas sus limitaciones- cuántos años
le tomaría alcanzar esta meta. Sólo sabía que algún día lo lograría. Su objetivo final sería ofrecer igualdad de
oportunidades a otros jóvenes, abandonados también a las tinieblas.
Después de la graduación le perdí la pista.
Una mañana, muchos años más tarde, noté en el periódico una
noticia que acaparó mi atención. Se
trataba de la inauguración de un colegio para ciegos en mi ciudad natal. En ese instante evoqué a Sonia, mi soñadora
amiga, y pensé que quizás ella tenía algo que ver con ese fabuloso
proyecto… ¡Estaba en lo cierto! En la primera plana del periódico, estaba
impresa la foto de mi antigua compañera de colegio, ahora esbelta y elegante,
dando declaraciones. Leí con regocijo que este colegio beneficiaría a un
sinnúmero de estudiantes dispuestos a seguir el ejemplo de Sonia. De ella aprenderían que no hay obstáculos,
sino retos; que no existen problemas sino oportunidades. Su proeza me llenó de
infinito orgullo.
Cerré el periódico y me remonté nostálgicamente mi
adolescencia. Recordé las horas que le dediqué a mi compañera, ayudándola
durante las clases… leyéndole del pizarrón.
Una gran satisfacción envolvió mi alma.
¡Sonia había logrado su sueño!... y yo la había asistido con mi humilde
granito de arena…
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