viernes, 24 de abril de 2020

EL ORFANATO por Olga Carrera


EL ORFANATO  
Por Olga Carrera

Betsy tenía hambre.  Había probado su último bocado la noche anterior, cuando su tía recalentó los pocos frijoles que quedaban en la cacerola.  Su vida era triste y desesperanzada. Su vivienda constaba de unas cuantas latas endebles que servían de techo, sostenidas por enclenques paredes de bahareque…una más de tantas casuchas que conformaban el cinturón de pobreza alrededor de la ciudad capital. Desde lo alto del cerro se divisaban multitud de señoriales edificios que se erguían con majestuosidad a lo largo y ancho de la inmensa ciudad.

Los vestidos de Betsy se reducían a trapos sucios y por calzado cubría sus pies con barro reseco que se había ido acumulando sobre su piel.  Con el caer de la tarde, el cielo y la ciudad se iluminaban con múltiples luceros centelleantes. Betsy dibujaba rayitas en la tierra con un palito de madera y se preguntaba cómo sería la vida en ese valle que parecía estar lleno de luciérnagas titilantes.

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- Betsy – dijo solemnemente doña Rosalía– hoy te voy a llevar a una escuela especial.

Criar a cuatro hijos propios era suficiente reto para Rosalía.  La carga de Betsy agravaba la escasez que reinaba en su mísero hogar. Su hermana Josefina le había dejado a los niños para poder trabajar por las noches en un bar al sur de la ciudad. Regresaba de madrugada cansada y aterrada de todos los peligros que la acechaban. Ya hacía ocho meses que Josefina no regresaba al barrio. Rosalía no sabía si su hermana estaba viva o muerta.  La trabajadora social, quien a veces visitaba la barriada, ofrecía una buena salida para sus crecientes problemas. La gente de Protección al Menor seguramente podrían ofrecerle a su sobrina comida y ropa.  Disimulando su dolor, la puso en manos del Estado con la simple explicación de que su madre la había abandonado.

El orfanato funcionaba en una casa antigua, estilo colonial.  No era un sitio lujoso. Betsy estaba maravillada por la amplitud del lugar y de principio no objetó que la hubiesen traído a la “escuela especial”.  Sin embargo, a causa de la ansiedad, tensaba todos los músculos de su cuerpo, incluyendo los de su carita que parecían esbozar una sonrisa congelada.

A Betsy le tocó una habitación grande que compartía con otras ocho niñas. 
Los domingos visitaban el albergue parejas interesadas en adoptar y los niños eran traídos al gran salón del piso principal. A sus siete años de edad, Betsy tenía probabilidades remotas de ser escogida. Observaba con atención a las señoras que visitaban el orfanato y se preguntaba si alguna de ellas querría ser su mamá. Nunca formuló la pregunta.

Un domingo Betsy puso sus ojos en una señora de semblante amable.  Esta señora, al igual que tantas otras, pasó de largo frente a ella, sin prestarle mucha atención. Pasaron las dos horas de la visita y Betsy no perdió detalle de cada gesto y cada movimiento de la señora. Apenas a unos minutos para terminar la visita, Betsy sacó del bolsillo de su pantalón un papelito arrugado que había llevado consigo desde que comenzó a escribir sus primeras frases. Había esperado el momento oportuno y sintió que éste había llegado.  Se acercó a la señora y con una sonrisa pícara le entregó el papelito.

Mariela recibió el papelito y lo desdobló con intriga.
¿Quieres ser mi mamá?  -Leyó Mariela con una mezcla de sorpresa y compasión.
Sonó la campana y los visitantes dejaron el salón.

De regreso a su casa, Juan seguía tratando de averiguar qué había desconsolado tanto a su esposa y por qué no dejaba de sollozar.
- Habrá otros sitios que todavía no hemos visitado- le decía para animarla

- No quiero ir a ningún otro sitio – afirmó Mariela-  El próximo domingo quiero regresar al mismo orfanato- y procedió a contarle los detalles de su encuentro con la niña.

El domingo siguiente, Betsy  no pudo disimular su júbilo cuando divisó a Mariela entre el grupo de visitantes.  Esta vez la señora  con semblante amable vino directamente hacia ella, le dio un beso en la frente y le devolvió el papelito, el cual colocó cuidadosamente en la palma de su manita al tiempo que la cerraba delicadamente con sus dos manos.

De allí en adelante Betsy, Mariela y Juan, comenzaron a verse  con regularidad. Las visitas domingueras pasaron a ser lo más importante de su semana.  Se entretenían con juegos de mesa o salían al patio a jugar pelota.  La niña y dos adultos, ahora formaban un trio que se estrechaba cada vez más.

La adopción de Betsy se dio casi como un desenlace natural.  Después de varios meses de visitas en el orfanato les fue permitida la colocación familiar.   El proceso legal vendría después.

La familia extendida recibió a la niña con los brazos abiertos.  Habían visto a Mariela y a Juan pasar por los mejores años de su vida reproductiva sin poder engendrar y se alegraban de verlos tan ilusionados al lado de su hija. Al principio, algunos tuvieron sus reservas, pero con el correr del tiempo entendieron que el cariño que se estaba desarrollando entre ellos era profundo y genuino.

Un año más tarde, desde el balcón del apartamento, donde Betsy hacía tareas con una compañerita de escuela, se divisaban las luces provenientes de las casuchas del cerro. Cual luciérnagas titilantes, se extendía en una franja iluminada en la oscuridad de la noche.

Sólo por un instante de distrajo con la idea de su vida pasada. Volvió su atención sus deberes. Dio una siguiente mirada al cerro y su mente voló a su vida anterior.
¿Qué habrá sido de mi tía, de mis primos?  Y los muchachos malos, ¿todavía cobrarán peaje para subir al cerro de noche?

Mariela nunca se esperó semejante petición.
- Mami ¿podrías llevarme a la escuela especial?
- ¿Por qué quieres ir allá?
- Quiero saber si todos los otros niños consiguieron un papá y una mamá tan bellos como los míos.

A partir de ese día, Mariela y Juan se propusieron llevar a Betsi al orfelinato, donde comprendieron que su hija tenía estrechas raíces

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