EL ORFANATO
Por Olga Carrera
Betsy
tenía hambre. Había probado su último
bocado la noche anterior, cuando su tía recalentó los pocos frijoles que
quedaban en la cacerola. Su vida era
triste y desesperanzada. Su vivienda constaba de unas cuantas latas endebles
que servían de techo, sostenidas por enclenques paredes de bahareque…una más de
tantas casuchas que conformaban el cinturón de pobreza alrededor de la ciudad
capital. Desde lo alto del cerro se divisaban multitud de señoriales edificios
que se erguían con majestuosidad a lo largo y ancho de la inmensa ciudad.
Los
vestidos de Betsy se reducían a trapos sucios y por calzado cubría sus pies con
barro reseco que se había ido acumulando sobre su piel. Con el caer de la tarde, el cielo y la ciudad
se iluminaban con múltiples luceros centelleantes. Betsy dibujaba rayitas en la
tierra con un palito de madera y se preguntaba cómo sería la vida en ese valle
que parecía estar lleno de luciérnagas titilantes.
2
-
Betsy – dijo solemnemente doña Rosalía– hoy te voy a llevar a una escuela
especial.
Criar
a cuatro hijos propios era suficiente reto para Rosalía. La carga de Betsy agravaba la escasez que
reinaba en su mísero hogar. Su hermana Josefina le había dejado a los niños
para poder trabajar por las noches en un bar al sur de la ciudad. Regresaba de
madrugada cansada y aterrada de todos los peligros que la acechaban. Ya hacía
ocho meses que Josefina no regresaba al barrio. Rosalía no sabía si su hermana
estaba viva o muerta. La trabajadora
social, quien a veces visitaba la barriada, ofrecía una buena salida para sus
crecientes problemas. La gente de Protección al Menor seguramente podrían
ofrecerle a su sobrina comida y ropa.
Disimulando su dolor, la puso en manos del Estado con la simple
explicación de que su madre la había abandonado.
El
orfanato funcionaba en una casa antigua, estilo colonial. No era un sitio lujoso. Betsy estaba
maravillada por la amplitud del lugar y de principio no objetó que la hubiesen
traído a la “escuela especial”. Sin
embargo, a causa de la ansiedad, tensaba todos los músculos de su cuerpo,
incluyendo los de su carita que parecían esbozar una sonrisa congelada.
A
Betsy le tocó una habitación grande que compartía con otras ocho niñas.
Los
domingos visitaban el albergue parejas interesadas en adoptar y los niños eran
traídos al gran salón del piso principal. A sus siete años de edad, Betsy tenía
probabilidades remotas de ser escogida. Observaba con atención a las señoras
que visitaban el orfanato y se preguntaba si alguna de ellas querría ser su
mamá. Nunca formuló la pregunta.
Un
domingo Betsy puso sus ojos en una señora de semblante amable. Esta señora, al igual que tantas otras, pasó
de largo frente a ella, sin prestarle mucha atención. Pasaron las dos horas de
la visita y Betsy no perdió detalle de cada gesto y cada movimiento de la
señora. Apenas a unos minutos para terminar la visita, Betsy sacó del bolsillo
de su pantalón un papelito arrugado que había llevado consigo desde que comenzó
a escribir sus primeras frases. Había esperado el momento oportuno y sintió que
éste había llegado. Se acercó a la
señora y con una sonrisa pícara le entregó el papelito.
Mariela
recibió el papelito y lo desdobló con intriga.
¿Quieres ser mi mamá?
-Leyó
Mariela con una mezcla de sorpresa y compasión.
Sonó
la campana y los visitantes dejaron el salón.
De
regreso a su casa, Juan seguía tratando de averiguar qué había desconsolado
tanto a su esposa y por qué no dejaba de sollozar.
-
Habrá otros sitios que todavía no hemos visitado- le decía para animarla
-
No quiero ir a ningún otro sitio – afirmó Mariela- El próximo domingo quiero regresar al mismo
orfanato- y procedió a contarle los detalles de su encuentro con la niña.
El
domingo siguiente, Betsy no pudo
disimular su júbilo cuando divisó a Mariela entre el grupo de visitantes. Esta vez la señora con semblante amable vino directamente hacia
ella, le dio un beso en la frente y le devolvió el papelito, el cual colocó
cuidadosamente en la palma de su manita al tiempo que la cerraba delicadamente
con sus dos manos.
De
allí en adelante Betsy, Mariela y Juan, comenzaron a verse con regularidad. Las visitas domingueras
pasaron a ser lo más importante de su semana.
Se entretenían con juegos de mesa o salían al patio a jugar pelota. La niña y dos adultos, ahora formaban un trio que se estrechaba cada vez más.
La
adopción de Betsy se dio casi como un desenlace natural. Después de varios meses de visitas en el
orfanato les fue permitida la colocación familiar. El proceso legal vendría después.
La
familia extendida recibió a la niña con los brazos abiertos. Habían visto a Mariela y a Juan pasar por los
mejores años de su vida reproductiva sin poder engendrar y se alegraban de
verlos tan ilusionados al lado de su hija. Al principio, algunos tuvieron sus
reservas, pero con el correr del tiempo entendieron que el cariño que se estaba
desarrollando entre ellos era profundo y genuino.
Un
año más tarde, desde el balcón del apartamento, donde Betsy hacía tareas con
una compañerita de escuela, se divisaban las luces provenientes de las casuchas
del cerro. Cual luciérnagas titilantes, se extendía en una franja iluminada en
la oscuridad de la noche.
Sólo
por un instante de distrajo con la idea de su vida pasada. Volvió su atención
sus deberes. Dio una siguiente mirada al cerro y su mente voló a su vida
anterior.
¿Qué
habrá sido de mi tía, de mis primos? Y
los muchachos malos, ¿todavía cobrarán peaje para subir al cerro de noche?
Mariela
nunca se esperó semejante petición.
-
Mami ¿podrías llevarme a la escuela especial?
-
¿Por qué quieres ir allá?
-
Quiero saber si todos los otros niños consiguieron un papá y una mamá tan
bellos como los míos.
A
partir de ese día, Mariela y Juan se propusieron llevar a Betsi al orfelinato,
donde comprendieron que su hija tenía estrechas raíces
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