EL SEPTIMO DIA DE LA SEMANA
Por Olga Carrera
El séptimo día de la semana era para descansar y para
alabar a Dios. Cumplíamos religiosamente con el primer mandamiento de la Santa
Madre Iglesia: “Escucharás misa entera todos los domingos y fiestas de
guardar”. La misa era larga y aburrida.
Por un lado, no se entendía nada porque todas las oraciones eran en latín. Y, por otro lado, el cura ni siquiera nos
miraba, sino que se colocaba de espaldas a los fieles, de cara al altar,
separado físicamente de la congregación por una larga baranda de mármol que
servía también como reclinatorio a la hora de la comunión.
Por suerte, nuestras misas privadas eran mucho más
divertidas que las de la Iglesia de San Antonio María Claret. Mis hermanos y yo
nos reuníamos en el patio de la casa y
jugábamos a ir a misa. Eduardo, mi hermano mayor, se paraba de espaldas al
resto de nosotras, las hermanas, dando cara a la pared. Abría sus brazos
solemnemente, como un mismo Cristo crucificado y decía cantadito:
- “Dominuuum bobiiiiiscuuuum”.
Y nosotras
contestábamos a coro:
- “E con epiritu tuuuuuuo”
Nuestra asamblea estaba compuesta por un grupo selecto de
feligreses que se sentaba en un banco de bloques, ubicado entre los
matorrales. Siempre nos sentábamos en el
mismo orden: Primero Alejandrina, mi hermana mayor. A su lado, calladito se sentaba Argenis, su
muñeco preferido. Después Gloria, con su
muñeco Gerardo, y luego yo con Rolando…
En el banco de bloques, solamente cabíamos nosotros seis. La mitad de los asistentes éramos de carne y
hueso, y la otra mitad era de goma, con ojitos de vidrio azul.
Un día nuestro hermano nos dio la sorpresa de que había
decidido ser sacerdote de verdad. ¡Yo no
podía creerlo!.. El era un niño como nosotras y ya sabía exactamente qué quería
hacer con su vida. ¡Yo ni siquiera sabía
que quería hacer la semana siguiente!.
Me sentí orgullosa de mi hermano, pero en ese momento no
me percaté de las implicaciones de su madura decisión. Al poco tiempo, lo separaron de nosotras y se
lo llevaron a vivir a un palacio enmurallado, en el centro de la Ciudad capital.
Nos quedamos solas mis hermanas y yo, en compañía de nuestros muñecos y con la
ilusión de ir a visitar a Eduardo al seminario. El séptimo día tomó un nuevo
significado en nuestras vidas. Seguíamos cumpliendo con nuestras
responsabilidades religiosas, pero el domingo era ahora el día en que visitábamos
a nuestro hermano seminarista.
El Seminario Interdiocesano de Caracas no era
precisamente un sitio atractivo. Estaba rodeado de altos muros grises, que impedían formarse
siquiera una vaga idea de cómo era el lugar en su interior. Con puntualidad
alemana comenzaban a salir los seminaristas del edificio del internado.
Encabezando la procesión, un cura no muy alto con un característico peladito en
la coronilla de su cabeza. Los jóvenes
salían en absoluto silencio e iban mezclándose entre los familiares hasta
encontrar a su grupo. Cuando mami finalmente divisaba a Eduardo, se le aguaban
los ojos de la emoción. Una semana completa sin ver a su niño. A mí también me
alegraba mucho volver a verlo y poder constatar con mis propios ojos de que
estaba bien. Yo tenía mis dudas de que alguien pudiera ser feliz en ese
ambiente tan sobrio y tan austero. Nos sentábamos todos a escuchar el rosario
de preguntas que papi y mami tenían para Eduardo. Y en el medio de la conversación, yo perdía
interés en el tema y mis pensamientos deambulaban libres, por los espaciosos
corredores del seminario.
Aunque ya no vivíamos bajo el mismo techo, nuestras vidas
seguían su curso en paralelo. Al igual
que nosotras, Eduardo estudiaba por el currículo oficial del Ministerio de
Educación, tomando los mismos cursos que los niños que íbamos a colegios
regulares. Hacía tareas, al igual que nosotras. Hacía deportes, al igual que
nosotras. Para el día de las madres,
nosotras confeccionábamos mantelitos de piqué bordados en punto cruz. Eduardo preparaba ramilletes espirituales.
Cuando Eduardo venía de visita a la casa, lo mirábamos
con respeto y curiosidad. En lugar de contagiarlo
con nuestro desorden y con nuestras ocurrencias, su presencia nos volvía más
silenciosos que de costumbre y nos cuidábamos de adoptar mejores modales. Todos estábamos creciendo y cambiando. Nadie
podía evitar que esa larga separación afectara nuestra relación de hermanos. El mismo Joselito, de unos cuatro años de
edad, comenzaba a mostrar características de una personita madura,
independiente e inteligente. Al igual
que su hermano mayor, Joselito parecía tener muy claro en su mente lo que
quería ser cuando fuera mayor.
- “Yo también voy a ser padre”- afirmaba nuestro
hermanito menor- Pero de familia!” – aclaraba con picardía, esbozando una
tierna sonrisa.
Todos habíamos aceptado el hecho de que era la voluntad
de Dios tener un sacerdote en la familia. Pasaron cuatro largos años y la
rutina nunca cambió. El séptimo día de
la semana era para alabar a Dios y para visitar a Eduardo.
Un día recibimos la insólita noticia de que nuestro
hermano se regresaba a vivir con nosotros.
Fue una mezcla de sorpresa, con alegría e incredulidad. Nuestros padres respetaron su decisión pero
sus rostros reflejaban un cierto aire de tristeza y de decepción. Para ellos
era un gran orgullo el que uno de sus hijos hubiese recibido el llamado de
Dios. Y si es por mí, ¿qué puedo decir?
yo no podía disimular la alegría que brotaba de mi corazón…Cierto que habíamos
perdido la oportunidad de compartir juntos las experiencias de la niñez, pero todavía teníamos nuestra adolescencia por
delante! Tener un hermano mayor en la
casa abría las puertas a nuevas y emocionantes aventuras. Estos niños, separados a raíz de una decisión
madura de un chico de 12 años, habían vuelto a convivir como hermanos a raíz de
otra madura y difícil decisión de un chico de 16. Y mi premonición de niña fue
cierta: compartimos, convivimos, nos quisimos, nos peleamos y fuimos de nuevo
hermanos “normales”.
Con el pasar de los años, el séptimo día de la semana sufrió
profundos cambios. Se acabaron los paseos en familia al Parque. Se acabaron las
visitas al seminario. Se acabaron los ramilletes espirituales y los mantelitos
bordados a mano. Sin embargo, otras
cosas permanecieron intactas: El séptimo día continuó siendo un día para
descansar y para alabar a Dios.