MI PADRE AUSENTE
Por Olga Carrera
- ¡Mi padre es un idiota!- exclamé con rencor, mientras
estudiaba con detenimiento aquella foto ya vieja y ajada de tanto manoseo.
María Estela ignoró mi comentario y se concentró en
seguir seleccionando con entusiasmo fotografías de mi infancia, niñez y
juventud.
- No sé por qué insistes en que sea él quien me lleve del
brazo hasta el altar- agregué, todavía inspeccionando la misma fotografía.
- Insisto –rezongó María Estela con impaciencia –porque
él es tu padre y porque es la tradición que sea el papá quien lleve a la novia
por el pasillo central de la iglesia y se la entregue al novio… ¡Así de simple!
No tenía intenciones de discutir con María Estela. Era mi
mejor amiga y por eso la había seleccionado para que fuera mi dama de honor.
Como habíamos decidido preparar un montaje de diapositivas para proyectar
durante la recepción, estábamos escogiendo las mejores gráficas. Para ella era
toda una diversión entrar en mis cajones y hacer un comentario sobre cada foto.
Que si aquí estabas gordita, que si aquí estabas mudando los dientes… Yo en
cambio continuaba estancada en esa primera fotografía: mi padre y yo… y mi
esfera de cristal. Este retrato significaba el comienzo del final de mi
relación con mi padre. Los colores habían palidecido pero mis recuerdos seguían
intactos.
- Princesa, te tengo una sorpresa - anunció mi padre -
Iremos juntos a la tienda y escogerás tú misma tu regalo de cumpleaños. Al
regreso te cortaremos tu pastel.
Cumplía seis años ese día. Mi corazón era muy pequeño
para contener tanta emoción. En la inmensidad de aquella tienda, me llamó la
atención una pequeña esfera de cristal, con un paisaje de invierno en su
interior. Una suave sacudida era suficiente para que en mi globo mágico
comenzara a nevar… Eso fue todo lo que elegí… y esa tarde me tomé la última
foto con mi padre.
La segunda parte de su regalo fue un beso de despedida.
Mi padre se separó de mi madre porque ya no la amaba. A
mí me abandonó porque… Todavía, a los treinta años, no he logrado comprender
por qué.
Durante mi niñez veía a mi padre esporádicamente. Sus
cortas visitas estaban vinculadas con suntuosos regalos que pretendían llenar
el vacío de su ausencia. Durante mi adolescencia nos vimos en ocasiones
especiales, como el funeral del abuelo y mi graduación de bachillerato.
De adulta, recibí algunas llamadas pidiéndome que me
hiciera cargo de los cuidados de la abuela. Nunca me preguntó si yo necesitaba
algo de él.
Incorporarlo en mis planes de boda no tenía sentido para
mí. Cualquier extraño podría llevarme del brazo hasta el altar y yo no hubiese notado
la diferencia.
Después de meditarlo mucho, seguí el consejo de María
Estela y me comuniqué con mi padre para invitarlo a la boda.
Cumplimos con el protocolo de rigor, manteniendo así la
hermosa tradición. Mi padre erguido y elegante me ofreció su brazo y caminamos
con aplomo. Durante nuestro corto trayecto hasta el altar, ofrecimos fingidas
sonrisas y dejamos capturar nuestra imagen por una decena de cámaras.
María Estela estaba verdaderamente orgullosa de mi
decisión y yo le hice creer que todo había sido una experiencia maravillosa. No
valía la pena compartir con ella mis verdaderos sentimientos. Ella nunca
comprendería que un padre ausente no es padre.
El padre verdadero te cría, te corrige, te conoce, se
desvela por ti, te ayuda con tus tareas, te cela cada novio… y con su constante
participación en tu vida se gana el privilegio de llevarte del brazo hasta el
altar.
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