EL
PASAJERO DE BOTINES VERDES
Por
Olga Carrera
Todas
las mañanas, a la misma hora, María Antonia tomaba el transporte para empleados
y recorría el aburrido trayecto de una hora, hasta la alta y fresca colina
donde funcionaba el Instituto de Desarrollo Científico.
Cada
día, los mismos pasajeros subían al autobús, absortos en sus pensamientos. Un
joven melenudo, alto y considerablemente flaco, calzando extravagantes botines
verdes, se sumaba al resto del personal en el cotidiano recorrido. El
misterioso viajero hacía su travesía en perfeco silencio. No cruzaba miradas,
ni conversaba con nadie. Pasaba la hora
entera observando distraídamente el paisaje. Pareciera que cada día era la
primera vez que sus ojos contemplaban la contaminada ciudad menguarse en la
lejanía.
El Instituto de Desarrollo Científico era una
ciudadela de edificios que con frecuencia quedaba cobijada bajo la densa
neblina de la mañana. A pesar de la
magnitud de su extensión, y dado lo recluído de su ubicación, el Instituto
tenía características de pueblo pequeño…
y de infierno grande
María
Antonia escuchó muchos rumores extraños sobre su compañero de ruta. Se decía
que no hablaba castellano, porque acababa de llegar de Inglaterra. Se rumoreaba que era un hombre sumamente
presuntuoso. Se especulaba que era amanerado, a juzgar por los ajustados
pantalones que forraban sus flacuchentas piernas y por la elección del color de su calzado. Se
decía que era millonario, pordiosero, ateo, filósofo y testigo de Jehová. Había tantas versiones diferentes, como
empleados en el institiuto.
Con
la misma intensidad con que él observaba el paisaje cada mañana, María Antonia
detallaba en silencio cada uno de sus movimientos. Su cabello castaño y ondulado caía sobre sus
hombros y serpenteaba libremente con la brisa que entraba por la
ventanilla.
Un
día María Antonia decidió interrumpir sus pensamientos. Se dirigió hacia él con la intención de
sentarse a su lado. Una maniobra brusca del conductor, la hizo aterrizar
toscamente a su costado. Él la miró sobresaltado.
-Hola,
me llamo María Antonia -se presentó tratando de disimular el rubor de sus
mejillas.
-Hola
María Antonia. Yo soy HSS
-¿HSS?
– Preguntó intrigada- ¿qué significa
eso?
-
Homo Sapiens Surrealista- le contestó
Su
respuesta tupía aún más el denso velo de intriga que lo revestía, contrastando drásticamente con su actitud
cordial y su perfecta sonrisa.
-
Y ¿Qué haces en el Instituto?
-
Estoy haciendo una pasantía en el Reactor Nuclear. Recabo datos para mi tesis
de grado en física. ¿Y tú?
-
Yo trabajo en el departamento de comunicaciones. Escribo sobre ustedes, los científicos. Preparo notas de prensa sobre los proyectos
de investigación…
Ésta
fue sólo una de muchas conversaciones que tuvieron lugar en el trayecto hacia
la montaña. HSS era un personaje
simpático, interesante y conversador. Había en él una mezcla de científico con
humanista que despertaba en Maria Antonia un interés especial. El recorrido mañanero se convirtió en la hora
más importante de su día, cuando tenía la oportunidad de dialogar con este ser
humano encantador, inteligente, defensor de la naturaleza y apasionado por el
arte. Maria Antonia se dejaba transportar
cada día a un mundo nuevo y desconocido para ella. Al mundo del surrealismo.
Descubrió
que uno de sus muchos talentos era la pintura al óleo. Tuvo la oportunidad de explorar su portafolio
profesional. Era un album con las fotos
de sus últimas pinturas. A María Antonia
le llamó particularmente la atención un óleo con el rostro de una hermosa mujer
de ojos azules. En el iris de sus ojos, un
cielo azul con nubes blancas. Detrás de
las nubes, un árbol seco. Era maravilloso
lo que podía hacer con su pincel. Cada tonalidad contaba una historia.
Terminada
la pasantía en el reactor nuclear, María Antonia se despidió con tristeza de su
amigo. Nunca supo su verdadero nombre. Tampoco
se preocupó por averiguar su edad, ni donde vivía, ni cuanto ganaba, ni qué
tipo de vehículo conducía. Esos eran
datos importantes sólo para los registros del censo nacional. Para ella había
otros aspectos mucho más significativos, tales como su sensibilidad humana y su
amor por la naturaleza, que con tanta pasión plasmaba en sus lienzos.
Penetrar
en la mente y en el espíritu de Homo Sapiens había sido como exhumar un tesoro
valioso, que estaba a la vista de todos, pero que sólo ella había tenido la
osadía de desenterrar.
Cada
mañana, camino a su trabajo, evocaba Maria Antonia el recuerdo de ese amigo
transitorio que tuvo la suerte de conocer tan sólo porque supo ver más allá de
sus extravagantes botines verdes.
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