NO
ES SUFICIENTE PEDIR PERDÓN
Por
Olga Carrera
Había sido un día
terrible en la oficina. Todos los
clientes se confabularon para quejarse al mismo tiempo. Y su jefe, ¡estúpido jefe! ¿Cómo osaba hacerla responsable por errores
que él mismo había cometido?
El calor y la
contaminación eran asfixiantes. El tráfico intolerable. La autopista parecía un
estacionamiento gigantesco. Aún sin dejar atrás las preocupaciones del trabajo,
Marisela comenzó a inquietarse con los asuntos familiares: Sabía que no
llegaría a tiempo al jardín de infancia, para recoger a Jorgito. Ni tampoco llegaría a tiempo para recoger a
Alejandra de su clase de artes marciales. Para colmo, había olvidado cargar las
baterías del teléfono celular. Ni siquiera
podía hacer una breve llamada para disculparse… por quinta vez en lo que iba de
mes.
La frustración fue
creciendo. El dolor de cabeza comenzó en
la frente y ahora parecía haberse instalado en su cerebro.
- Jorgito está
quebrantado- fueron las palabras de bienvenida que recibió en la guardería- Por
favor no lo traigas mañana. Ya sabes
Marisela, hay que evitar contagiar a los
otros niños.
Marisela presionó
suavemente la frente del chiquillo contra su mejilla... En efecto, su temperatura parecía algo más
que un simple quebranto. Jorgito se acurrucó en los brazos de su madre y cerró
sus pesados párpados.
-Señora Marisela- la
recibieron igualmente en el estudio de Kung Fu- por favor haga un esfuerzo para
llegar a tiempo…
En la soledad del
fondo del gran salón, con su uniforme blanco y cinturón rojo, la esperaba
pacientemente su hija Alejandra. A veces
pareciera imposible balancear las responsabilidades del trabajo y del hogar.
Marisela se sentía arrastrada hacia dos esquinas opuestas. Ambas demandaban de
ella toda su atención y entrega incondicional.
-¿Qué haré mañana con
Jorgito? No puedo faltar al trabajo.
Ya en casa, pensó en
sus opciones. Llamaría a su mamá. Doña
Carmen siempre estaba dispuesta a ayudar con los nietos… ¡No! ¡Ya le había
pedido varias veces este mes! Quizás la
vecina… Levantó el auricular. Seguía
ensimismada en sus problemas, cuando Alejandra la sacó bruscamente de sus
pensamientos.
- Mami, mami -gritaba
la niña desde su cuarto- ¿puedes ayudarme con mis tareas de matemática?
Marisela colgó el
auricular, sin haber terminado de discar, y se dirigió a la habitación de su
hija. La niña se había cambiado de ropa
y dejando el uniforme de Kun Fu tirado desordenadamente sobre cama; su mochila
de libros en el piso; sus lápices de
colores regados sobre el pequeño escritorio de madera…
Marisela se ofuscó y,
entrando en una incontrolable cólera, descargó en un segundo sobre la pequeña
todas las tensiones de las últimas horas. Le gritó con furia, como tantas veces
hacía cuando su paciencia llegaba al límite. Le exigió con rigor que recogiera
y que no viniera con preguntas tontas hasta que hiciera el intento de resolver
sus problemas sola.
-¿Para qué está la
maestra?- le preguntó- ¿Acaso no te
explicó lo que tenías que hacer?
Alejandra quedó sola
en su dormitorio, temblando de miedo. Su afligido corazón latía a toda prisa,
atormentado por un profundo sentimiento de culpabilidad. Un par de lágrimas
recorrieron sus mejillas. Luego, recogió su cuarto a toda velocidad y regresó a
sus tareas de matemática. El nudo de llanto se fue disipando en la medida que
se concentraba en sus deberes escolares.
Cuando terminó, se acercó tímidamente a su madre.
- Perdón, mami.
- Ven aquí hija- Dijo
Marisela abrazándola, visiblemente recuperada de su episodio de furia. Sabía perfectamente que su violenta reacción
no tenía justificación alguna.
- Dejé mi ropa
tirada- le recordó la niña
- Alejandrita…
- Sí mami…
- Mi vida…lo que pasó
hoy…. -comenzó a decir, pero enseguida cambió de tema.
- Nada…Nada
hija… Ya es hora de dormir…
Marisela estuvo a
punto de doblegar su orgullo y pedirle perdón a su hija, pero las palabras
quedaron atrapadas en su garganta. Por un instante quiso dejar a un lado su
papel de madre autoritaria. Quiso hablar con el corazón en la mano y hacerle
entender a la niña que había sido un error gritarle; que aunque fuera pequeña
merecía el respeto de las personas adultas…
especialmente el respeto de su propia madre… Pero no pudo. Perdió esa oportunidad… Era muy
difícil reconocer que los errores más graves los cometen los grandes, no los
chicos. Que son los mayores los que
tienen que suplicar ser perdonados, no los niños…
Un día, después de
mucho meditar sobre sus constantes agresiones verbales, Marisela
finalmente formuló las palabras que
tantas veces había ensayado mentalmente.
- Alejandra….
¡Perdóname!
La niña la miró
confundida. Volvió a sentir ansiedad y congoja.
- Fue mi culpa mami…
Soy muy desordenada -dijo con remordimiento- Te prometo no hacerte poner
furiosa otra vez.
Marisela entendió que
no iba a ser suficiente pedir perdón…
Ignoraba qué tan
profundas eran las heridas que había infringido en el alma de su niña... Y
cuánto tiempo tardarían en cicatrizar.
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