NUNCA
ES TARDE
Por Olga Carrera
Doña Rosario disimuló
artísticamente sus temores y el malestar
propio de la despedida. Se quedaba sola, por primera vez, en el hogar de
ancianos.
- Vete tranquila, mi
amor, que yo voy estar bien…- le dijo a su hija en tono juguetón- Tengo planes
de bailar a mis anchas…Y si nadie quiere bailar conmigo, bailaré sola en mi
alcoba.
-Mamá ¡tú siempre tan
graciosa! No vayas ahora a alborotar
este ancianato.
Las arrugas de su
terso cutis se multiplicaron en un instante.
Su amplia sonrisa reveló, muy a pesar suyo, la línea divisoria entre la
dentadura postiza y sus encías.
Fue una despedida
breve. Así no daría tiempo a que se le
escapara alguna lágrima traicionera. Vio partir a su hija disimulando
exitosamente la nostalgia que comenzaba a instalarse en su corazón.
Rosario había
enviudado hacía algún tiempo. Al
principio vivió sola en la enorme casa colonial, su único hogar en los últimos
40 años. Después de vender la casa, pasó
largas temporadas con cada uno de sus hijos. Ahora había llegado el momento de
emanciparse. Soñaba con tener otra vez
su propio espacio, aunque fuera pequeño. Sabía que el contacto con sus hijos no
quedaría interrumpido. La llamarían una y mil veces por teléfono y la
visitarían con frecuencia. Así había sido siempre… el amor fluía en ambos
sentidos. Esta separación, absurda en
apariencia, era necesaria para ella… Todavía gozaba de salud, pero aun así no
quería ser un estorbo para sus muchachos. Ellos tenían sus propias vidas. El
Hogar para Ancianos de las Hermanas del Sagrado Corazón, ofrecía exactamente lo
que necesitaba: independencia, cercanía con todos sus hijos y nietos… y las
atenciones requeridas por su avanzada edad.
Paseó su mirada por
la habitación. Las pocas posesiones que
le quedaban habían venido con ella. Se miró al espejo. Observó sus dóciles cabellos blancos. Como
siempre, bien peinados, en armonía con el impecable y moderado maquillaje que
orgullosamente había lucido a toda hora, desde sus días de moza. Guiñó el ojo… y la anciana del espejo le
respondió con una dulce sonrisa.
No fue sorpresa para
Rosario que su jovial personalidad contrastara desde el principio con la mirada
sombría de algunos de los habitantes del hogar. Muchos de ellos habían sido
abandonados por sus familias. La mayoría
sufría enfermedades propias de la edad. Algunos estaban sentenciados a sus
sillas de ruedas, incapaces de valerse por sí mismos. Rosario vio en ésta la mejor oportunidad para
alcanzar dos objetivos importantes en su vida: conquistar su autonomía y
repartir alegría entre el resto de los ancianos del hogar.
Su peculiar optimismo
desentonó particularmente con el sombrío semblante de Bernardo, un viejo
cascarrabias quien solía sentarse cerca de la ventana, absorto en su propio
mundo. No hablaba con nadie. Su rostro
era inexpresivo y su mirada esquiva. A diferencia de la impecable apariencia de
Rosario, el viejo Bernardo tenía aspecto descuidado. Su quijada estaba forrada con
una desaliñada barba… crecida y canosa.
Una ajada boina azul marina parecía haber sido abandonada en el centro
de su cabeza.
- Todos a bailar-
animó Rosario a un grupo de ancianos.
- Usted también,
venga viejito- Dijo acercándose a Bernardo-
Aquí tengo una musiquita orquestada, muy bonita, que le va a hacer
recordar sus amores de juventud.
El viejo
-desacostumbrado a que alguien le dirigiera la palabra- ignoró su invitación y
dejó salir de su boca un hosco e incoherente gruñido.
-No te metas con él
Rosario -le aconsejaron sus compañeras.-
Bernardo es un viejo huraño y malgeniado que no quiere hablar con
nadie. Seguramente está loco.
- Y ¿qué lo puso
así?- quiso saber Rosario
-Enviudó hace un
año. Desde que Doña Hilda murió no hemos
vuelto a escuchar su voz. Además, está
solo…no se le conoce familia... Solía ser chistoso el viejo.
Rosario no quedó
convencida.
-Este pobre viejo
necesita amigos- se dijo.
Una mañana acercó su
silla al confinado refugio del viejo, se sentó a su lado y trató de buscarle
conversación. El hombre, ignorándola de
nuevo, mantuvo su mirada absorta en los jardines frontales de la residencia.
- Sabes una cosa,
viejito refunfuñón- le dijo Rosario con ese tono pícaro y cariñoso que sólo
ella sabía ofrecer- si hoy no quieres conversar, está bien, no converses. Pero
quiero que sepas que yo siempre voy a estar por aquí. ¡Avísame cuando estés listo!... Puedes morirte solo en esta ventana… o regresar
a la vida.
Por primera vez
Bernardo tuvo una reacción…Hizo el intento de contestarle, pero Rosario, con su
enérgico andar, ya había atravesado el espacioso salón. Él la siguió con la
mirada hasta que su menuda figurita desapareció tras una puerta, al fondo del pasillo central.
Al día siguiente,
embelesada en su tejido en ganchillo, Rosario percibió la presencia de una
mirada pertinaz. Levantó la vista pero sólo logró pillar el movimiento huidizo
de los ojos de Bernardo.
Entrada la noche,
cuando ayudaba a las hermanas a organizar el salón de reuniones, Rosario notó
que Bernardo seguía en su rincón habitual, cara a la ventana, con la mirada
perdida en los oscuros jardines del hogar. Como de costumbre, le daba la
espalda al mundo. O por lo menos eso
pensó Rosario. En ningún momento se percató que el reflejo del ventanal, cual
cómplice fiel, revelaba secretamente la
animada actividad, en el interior del recinto. Bernardo, sólo en apariencias,
se deleitaba en la penumbra del paisaje… en realidad estudiaba calladamente
cada movimiento Rosario, a través del las imágenes provenientes del vidrio de
la ventana. Ella experimentó la extraña
sensación de que alguien la miraba con insistencia…
- Imaginaciones de
vieja- pensó.
Al día siguiente, a
la hora de la cena, los residentes se congregaron una vez más en el sencillo
comedor del hogar. Rosario, a pesar de su cotidiano entusiasmo, trataba en vano
de ocultar su gran preocupación: La ventana frontal, donde Bernardo solía pasar
la mayor parte de sus días, estaba desolada. Se preguntaba a dónde habría
ido. Por qué no había bajado a comer.
Aún permanecía
pendiente de la ventana, cuando se vio sobresaltada por la repentina aparición
de Bernardo, impecablemente vestido y con la barba recién podada. El hombre, súbitamente apuesto, se acercó
parsimoniosamente a su mesa y se sentó directamente frente a Rosario. Ella
exteriorizó ingenuamente su agrado ante este nuevo y refrescante semblante.
Pero Bernardo mantuvo su porfiado silencio y se concentró en su plato de
comida.
De pronto, sintió la anciana
que algo le hacía cosquillas en los pies.
Levantó el mantel con curiosidad. Sabía que no había gatos en el
hogar. No encontró nada bajo la mesa.
Durante la sobremesa,
Rosario parecía tener un arsenal completo de cuentos para compartir. Sus ocurrentes historias entretenían al grupo
y les incitaban a participar con sus propios relatos. Bernardo, por su parte,
permaneció sentado frente a ella, ausente, sin hablar, sin mostrar interés en
la conversación.
Una vez más, sintió
Rosario suaves golpecitos en sus tobillos, como si alguien tocara delicadamente
a las puertas de su amistad. Pensó en Bernardo, pero su cara no se inmutó. Seguía serio
y distante. Pareciera haberse quedado dormido bajo su vieja boina azul.
Por tercera vez,
sintió Rosario que había algo bajo la mesa.
Se asomó apresuradamente y descubrió que Bernardo, cual chiquillo
travieso, trataba de llamar su atención dándole sutiles pataditas con la punta
del zapato. Sorprendida, le miró
directamente a los ojos, en busca de una explicación…y por primera vez se
cruzaron sus miradas. Él esbozó una tímida sonrisa. Ella se alió a su juego,
soltando una alegre carcajada.
- ¡Con que eras tú!-
lo delató.
Su plan estaba dando
resultados: Bernardo, el viejo gruñón ignorado por todos, el verdugo y
victimario del doloroso castigo de la soledad, acababa de avisarle, a su
manera, que ya estaba listo para despertar de nuevo a la vida…
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