lunes, 13 de abril de 2020

NUNCA ES TARDE por Olga Carrera


NUNCA ES TARDE  

Por Olga Carrera

Doña Rosario disimuló artísticamente  sus temores y el malestar propio de la despedida. Se quedaba sola, por primera vez, en el hogar de ancianos. 

- Vete tranquila, mi amor, que yo voy estar bien…- le dijo a su hija en tono juguetón- Tengo planes de bailar a mis anchas…Y si nadie quiere bailar conmigo, bailaré sola en mi alcoba.

-Mamá ¡tú siempre tan graciosa!  No vayas ahora a alborotar este ancianato.

Las arrugas de su terso cutis se multiplicaron en un instante.  Su amplia sonrisa reveló, muy a pesar suyo, la línea divisoria entre la dentadura postiza y sus encías.

Fue una despedida breve.  Así no daría tiempo a que se le escapara alguna lágrima traicionera. Vio partir a su hija disimulando exitosamente la nostalgia que comenzaba a instalarse en su corazón.

Rosario había enviudado hacía algún tiempo.  Al principio vivió sola en la enorme casa colonial, su único hogar en los últimos 40 años.  Después de vender la casa, pasó largas temporadas con cada uno de sus hijos. Ahora había llegado el momento de emanciparse.  Soñaba con tener otra vez su propio espacio, aunque fuera pequeño. Sabía que el contacto con sus hijos no quedaría interrumpido. La llamarían una y mil veces por teléfono y la visitarían con frecuencia. Así había sido siempre… el amor fluía en ambos sentidos.  Esta separación, absurda en apariencia, era necesaria para ella… Todavía gozaba de salud, pero aun así no quería ser un estorbo para sus muchachos. Ellos tenían sus propias vidas. El Hogar para Ancianos de las Hermanas del Sagrado Corazón, ofrecía exactamente lo que necesitaba: independencia, cercanía con todos sus hijos y nietos… y las atenciones requeridas por su avanzada edad.

Paseó su mirada por la habitación.  Las pocas posesiones que le quedaban habían venido con ella. Se miró al espejo.  Observó sus dóciles cabellos blancos. Como siempre, bien peinados, en armonía con el impecable y moderado maquillaje que orgullosamente había lucido a toda hora, desde sus días de moza.  Guiñó el ojo… y la anciana del espejo le respondió con una dulce sonrisa. 

No fue sorpresa para Rosario que su jovial personalidad contrastara desde el principio con la mirada sombría de algunos de los habitantes del hogar. Muchos de ellos habían sido abandonados por sus familias.  La mayoría sufría enfermedades propias de la edad. Algunos estaban sentenciados a sus sillas de ruedas, incapaces de valerse por sí mismos.  Rosario vio en ésta la mejor oportunidad para alcanzar dos objetivos importantes en su vida: conquistar su autonomía y repartir alegría entre el resto de los ancianos del hogar.

Su peculiar optimismo desentonó particularmente con el sombrío semblante de Bernardo, un viejo cascarrabias quien solía sentarse cerca de la ventana, absorto en su propio mundo.  No hablaba con nadie. Su rostro era inexpresivo y su mirada esquiva. A diferencia de la impecable apariencia de Rosario, el viejo Bernardo tenía aspecto descuidado. Su quijada estaba forrada con una desaliñada barba… crecida y canosa.  Una ajada boina azul marina parecía haber sido abandonada en el centro de su cabeza.

- Todos a bailar- animó Rosario a un grupo de ancianos.

- Usted también, venga viejito- Dijo acercándose a Bernardo-  Aquí tengo una musiquita orquestada, muy bonita, que le va a hacer recordar sus amores de juventud.

El viejo -desacostumbrado a que alguien le dirigiera la palabra- ignoró su invitación y dejó salir de su boca un hosco e incoherente gruñido.

-No te metas con él Rosario -le aconsejaron sus compañeras.-  Bernardo es un viejo huraño y malgeniado que no quiere hablar con nadie.  Seguramente está loco.

- Y ¿qué lo puso así?- quiso saber Rosario

-Enviudó hace un año.  Desde que Doña Hilda murió no hemos vuelto a escuchar su voz.  Además, está solo…no se le conoce familia... Solía ser chistoso el viejo. 

Rosario no quedó convencida.
-Este pobre viejo necesita amigos- se dijo.

Una mañana acercó su silla al confinado refugio del viejo, se sentó a su lado y trató de buscarle conversación.  El hombre, ignorándola de nuevo, mantuvo su mirada absorta en los jardines frontales de la residencia.

- Sabes una cosa, viejito refunfuñón- le dijo Rosario con ese tono pícaro y cariñoso que sólo ella sabía ofrecer- si hoy no quieres conversar, está bien, no converses. Pero quiero que sepas que yo siempre voy a estar por aquí.  ¡Avísame cuando estés listo!...  Puedes morirte solo en esta ventana… o regresar a la vida.

Por primera vez Bernardo tuvo una reacción…Hizo el intento de contestarle, pero Rosario, con su enérgico andar, ya había atravesado el espacioso salón. Él la siguió con la mirada hasta que su menuda figurita desapareció tras una puerta,  al fondo del pasillo central.

Al día siguiente, embelesada en su tejido en ganchillo, Rosario percibió la presencia de una mirada pertinaz. Levantó la vista pero sólo logró pillar el movimiento huidizo de los ojos de Bernardo.

Entrada la noche, cuando ayudaba a las hermanas a organizar el salón de reuniones, Rosario notó que Bernardo seguía en su rincón habitual, cara a la ventana, con la mirada perdida en los oscuros jardines del hogar. Como de costumbre, le daba la espalda al mundo.  O por lo menos eso pensó Rosario. En ningún momento se percató que el reflejo del ventanal, cual cómplice fiel,  revelaba secretamente la animada actividad, en el interior del recinto. Bernardo, sólo en apariencias, se deleitaba en la penumbra del paisaje… en realidad estudiaba calladamente cada movimiento Rosario, a través del las imágenes provenientes del vidrio de la ventana.  Ella experimentó la extraña sensación de que alguien la miraba con insistencia…
- Imaginaciones de vieja- pensó. 

Al día siguiente, a la hora de la cena, los residentes se congregaron una vez más en el sencillo comedor del hogar. Rosario, a pesar de su cotidiano entusiasmo, trataba en vano de ocultar su gran preocupación: La ventana frontal, donde Bernardo solía pasar la mayor parte de sus días, estaba desolada. Se preguntaba a dónde habría ido.  Por qué no había bajado a comer.

Aún permanecía pendiente de la ventana, cuando se vio sobresaltada por la repentina aparición de Bernardo, impecablemente vestido y con la barba recién podada.  El hombre, súbitamente apuesto, se acercó parsimoniosamente a su mesa y se sentó directamente frente a Rosario. Ella exteriorizó ingenuamente su agrado ante este nuevo y refrescante semblante. Pero Bernardo mantuvo su porfiado silencio y se concentró en su plato de comida.

De pronto, sintió la anciana que algo le hacía cosquillas en los pies.  Levantó el mantel con curiosidad. Sabía que no había gatos en el hogar.  No encontró nada bajo la mesa.

Durante la sobremesa, Rosario parecía tener un arsenal completo de cuentos para compartir.  Sus ocurrentes historias entretenían al grupo y les incitaban a participar con sus propios relatos. Bernardo, por su parte, permaneció sentado frente a ella, ausente, sin hablar, sin mostrar interés en la conversación.

Una vez más, sintió Rosario suaves golpecitos en sus tobillos, como si alguien tocara delicadamente a las puertas de su amistad. Pensó en Bernardo, pero su cara no se inmutó.  Seguía serio  y distante. Pareciera haberse quedado dormido bajo su vieja boina azul.

Por tercera vez, sintió Rosario que había algo bajo la mesa.  Se asomó apresuradamente y descubrió que Bernardo, cual chiquillo travieso, trataba de llamar su atención dándole sutiles pataditas con la punta del zapato.  Sorprendida, le miró directamente a los ojos, en busca de una explicación…y por primera vez se cruzaron sus miradas. Él esbozó una tímida sonrisa. Ella se alió a su juego, soltando una alegre carcajada.

- ¡Con que eras tú!- lo delató.

Su plan estaba dando resultados: Bernardo, el viejo gruñón ignorado por todos, el verdugo y victimario del doloroso castigo de la soledad, acababa de avisarle, a su manera, que ya estaba listo para despertar de nuevo a la vida…


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