domingo, 17 de mayo de 2020

EL NIÑO QUE YO ERA de Aquiles Nazoa


EL NIÑO QUE YO ERA
Aquiles Nazoa
Mi niñez fue pobre, pero nunca fue triste; fue más bien pensativa y serena y en muchos aspectos fue en la realidad tan hermosa como la revivo en la memoria. Para poblarla de fantasía, yo contaba con la amistad entrañable de mi abuela que en su colorido castellano de isleña de El Hierro, sabía contar tan extraordinarias historias como la de su viaje de Tenerife a La Guaira en un barco de vela azotado por los furiosos vientos del Atlántico.

Ella vivía con mis dos tíos que eran panaderos y debían dormir de día porque trabajaban de noche, de modo que la casa estaba siempre
sumida en un silencio de siesta, propicio para que mi abuelita contara en voz bajita sus largas historias y también oír viejas canciones de otras tierras,, que ella contaba mientras pelaba sus papas, con una voz casi susurrada. Con ella tenia yo también a mi padre, que era un temperamento sencillo y poético, ciclista que amaba las excursiones dominicales al campo a las que yo siempre lo acompañaba.
Algunos domingos nos íbamos a pie al Avila y por la tarde volvíamos cargados de flores, de moras, de duraznos o de plantas de anís y de romero. Otras veces los paseos eran por la ciudad. 

En la mañana nos íbamos a pie hasta la Plaza Bolívar o hasta el Mercado de San Jacinto, tomábamos helados en ”La Francia'' y,
si nos aburría la retreta matinal, subíamos al tranvía de El Paraíso o del Central, o nos íbamos para Sabana Grande que era mi paseo
preferido porque el recorrido desde la Estación Central se hacía en un fantástico tranvía de dos pisos. En los tiempos en que yo tenía seis años había en Caracas muchos españoles; el día del cumpleaños
del rey Alfonso XIII que era el del mío, los españoles ponían sus grandes banderas rojo y gualda en las ventanas. Mi padre entonces me llevaba a pasear y me decía que las casas estaban embanderadas porque era el día de mi cumpleaños. Por aquellos tiempos ingresé en la escuela de Misiá Rosa donde aprendí a leer. 

Cuándo estuve más grande, pasé a la escuela del señor Pablo Meza, que estaba al lado de una dulcería a la que al salir de la escuela nos metíamos a pedir recortes de dulces que los pasteleros nos regalaban generosamente. En aquella escuela hice amistad inseparable con Héctor Poleo y su hermano Manuel Antonio. Con ellos y otros muchachos nos jubilábamos algunas veces hacia el Guaire, en cuyas aguas, todavía era posible bañarse; y cuyas riberas estaban sembradas de hortalizas por los horticultores chinos a quienes robábamos los más picantes rábanos o aquellas lechugas tan esponjadas. Por entonces aprendí la vida secreta de Caracas, en arriesgadas excursiones a lo largo de las quebradas de Caroata y Catuche, por debajo de cuyos puentes, túneles, y embovedados atravesábamos casi toda la ciudad, descubriéndola en los meandros más misteriosos de su intimidad. Otras tardes al salir de la escuela, me iba para la Panadería de Solís, donde mis tíos panaderos trabajaron tantos años, y allí me convertí en una especie de "mascota” de los panaderos. Allí me pasaba largas horas viéndolos trabajar en el torno y la artesa, o sacar del horno las grandes paladas" de pan caliente" que caían en una gran cesta, llenando el ambiente del más noble de todos los olores. Yo ayudaba en pequeñas cosas y curioseando en el departamento de pastelería aprendí muchos secretos de ese oficio, y también me indigestaba frecuentemente.

Desde los tiempos, en que mi abuelita y mis tíos vivían en una vasta casa de vecindad casi toda habitada por árabes, martiniqueños y trinitarios, me atrajeron los idiomas extranjeros. Pronto me hice amigo de una popular dulcera negra de origen trinitario que ponía su canasto de dulces todos los días en 1a esquina de Sociead, y con ella sin que en mi casa lo supieran, aprendí mis primeras lecciones de inglés, socorrido también por un vendedor de tostadas que tenía su carro junto alas escalinatas de El Calvario, (Papá quedo pasmado de la sorpresa al encontrarme una tarde en el Correo hablando con unos turistas norteamericanos que me habían tomado como cicerone. Tendría yo entonces doce años.). Todavía tengo otros hermosos recuerdos. Me acuerdo por ejemplo de la brumosa tarde en que Lindbergh voló sobre Caracas y de cómo me arriesgué a llegar solo hasta El Paraíso para ver su aeroplano que, según se decía,:había aterrizado en el Hipódromo.

Fue aquella también una de las tardes más amargas de mi vida, porque un policía siguiendo la más inveterada tradición de la policía de Caracas de todos los tiempos, al sorprenderme trepándome a una de las rejas del Hipódromo para ver el aeroplano, me arrestó y me llevó casi a rastras hasta la Jefatura de San Juan, donde, encerrado con otros siete niños en un cuarto lleno de cachivaches, estuve llorando hasta la noche, cuando después de azotarnos el propio jefe civil con un foete, nos soltó a todos. También me acuerdo de los sucesos de 1928. Yo vivía entonces frente a la estación del ferrocarril, en una calle paralela a rieles, pero a un nivel más alto que permitía ver los trenes por la parte de arriba. Yo tengo una hermana, Justina, que entonces era una muchacha a la moda flapper de 1928,época del talle bajo,la falda corta ,y el corte de pelo a la garconne. Así era mi hermana y también gran bailadora de charleston en los bailes amenizados con pianola o con victrola.

Aquel fue el año de la gran revuelta estudiantil. Los estudiantes fueron apresados en masa, y en vagones destinados al ganado, vagones de los que no tienen techo, los enviaban en grandes cantidades hasta Valencia para a continuación remitirlos al castillo de Puerto Cabello. Cuando el tren de los estudiantes se detenía en la estación de Palo Grande, mientras la máquina cambiaba, todas las muchachas de nuestro barrio se reunían en la calle donde vivíamos , para desde esa altura agasajar a los estudiantes que se hacinaban en sus vagones. Recuerdo a mi hermana Justina tirándoles dulces y flores, y ellos desde abajo dedicándole los más sonoros besos volados. Cuando el tren se iba, ellas se ponían a llorar y el coro de muchachos se despedía de ellas cantando.
Otro de los encantos de mi casa por aquellos tiempos fue la aparición de la radio en Caracas. Mi padre se convirtió en un furioso radiófilo y fue una de los primeros caraqueños en oír la estación norteamericana de Schenectady (la primera que se estableció en el mundo) utilizando un radio de galena de su propia fabricación. La pasión del radio y la generosidad de mi padre que a todo el que lo pidiera le enseñaba la sencilla técnica para confeccionar un receptor, atrajo a nuestra casa a mucha gente joven e interesante, llena de ideas nuevas y de conocimientos, con la que descubrí el mundo de los libros.


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